sábado, 9 de julio de 2022

Mamá y papá.

 


Recuerdo su olor. Es mi primer recuerdo. El olor de mamá, su fragancia a ropa recién lavada, recién recogida del tendero después de haber estado toda la mañana al sol; también su tacto, el de sus manos acariciándome. Luego recuerdo la luz, una amarilla y cálida, que apenas si me dejaba ver su rostro. Lo segundo que recuerdo es a papá. Un olor fuerte del tabaco y a madera, sus manos grandes alzándome en el aire. El tercer recuerdo que llega a mí es de sus risas. Mamá y papá riendo juntos. Aquellas risas se grabaron en mi tierna mente y aún hoy las escucho, las evoco para que me acompañen como las campanitas tubulares que entrechocaban cuando se abría o cerraban la puerta de casa. Ahora, en un unos momentos, las risas de mamá y papá será el último recuerdo que evoque, lo último que sienta en este mundo. Siento que no haber sido mejor, pero hice lo que pude, de veras que lo hice.


Al principio todo fue maravilloso. Mamá sonreía todo el rato, me daba de comer, me peinaba, jugaba conmigo, me llevaba de paseo e íbamos a esperar a que papá llegase del trabajo. Se sentaba en un banco del parque junto a la parada del bus mientras yo jugaba en el césped. Cuando papá llegaba y se bajaba del bus, iba a saludarlo. Mamá se levantaba del banco y también iba hacia él, y los tres nos fundíamos en un abrazo, un abrazo de tres. Los abrazos de tres siempre fueron mis favoritos.


Papá trabajaba mucho. Lo hacía en una carpintería, siempre llegaba lleno de polvo, era un serrín minúsculo que nos hacía estornudar. Entonces mamá protestaba y papá se defendía diciendo que él se sacudía lo más que se podía, hasta se daba unas pasadas con el compresor de aire, pero que aunque se cambiase de ropa, ese polvillo no desaparecería hasta que se diera una buena ducha. Aun así, nunca dejábamos de abrazarlo. Creo que a los dos les gustaba representar ese teatrillo todas las tardes. Luego papá se tiraba conmigo al césped un rato, mamá no. Mamá era delicada, casi frágil, no se iba a revolcar por la hierba con nosotros, no obstante ella nos jaleaba. Siempre iba conmigo cuando peleábamos, y al final papá casi siempre me dejaba ganar.


No sé decir cuanto tiempo duró aquello, no sé cuando empezaron a torcerse nuestras vidas. Yo aún era pequeño para entender las cosas. Es verdad que papá empezó a subir el volumen de las noticias y a llegar cada vez más tarde del trabajo. Ya no tenía ganas de jugar porque, venía muy cansado, y los abrazos de tres ya no volvieron a ser tan largos. Papá repetía unas palabras que nunca había escuchado, y que debían de ser muy malas porque se enfadaba cuando las decía (recesión, reducción de plantilla), algunas veces hasta las gritaba. A mí me daba miedo oírle gritar, pero sobre todo me dio más miedo cuando empezó a golpear con el puño la mesa o alguna puerta. Mamá también se asustaba, podía sentirlo, a veces lloraba, y me iba con ella para intentar consolarla. Pero lo peor aún no había llegado, de hecho lo peor no había hecho nada más que empezar.


Recuerdo el día el que el olor de papá cambió. Era muy tarde, mamá ya estaba en la cama y yo me fui con ella, en parte por hacerle compañía, en parte porque a mí también me encantaba sentir su calor. Desde que papá se enfadaba tanto, muchas noches dormía solo en el sofá y yo aprovechaba para ir con ella. Aquella noche la puerta de la casa se abrió más tarde de lo habitual, a papá le pasaba algo, parecía enfermo y hedía a eso que tomaban algunas veces después de comer, Whisky. El olor de papá había desaparecido debajo del de aquello, apestaba a alcohol y se tambaleaba. Mamá salió de la cama cuando papá empezó a llamarla a voces. Gritaba su nombre, pero como si tuviera la lengua dos tallas más grande que su boca. Yo estaba muy asustado y no me atrevía a salir de la cama, sabía que aquello no auguraba nada bueno. Esa fue la primera noche que papá pegó a mamá. Mamá lloró mucho, también gritó, todos lloramos aquella noche, pero también pasó otra cosa. En ese momento no tuve conciencia, creo que el miedo lo impidió.


Pasó el tiempo, mamá no se fue, en realidad no hizo nada. Bueno, sí, hacer como que no había pasado nada, pero ya no volvió a ser la misma. Tenía algo roto por dentro. Era como una marioneta a la que le hubieran cortado una cuerda, funcionaba, pero había cosas que ya no podría hacer más, como sonreír.


Papá se convirtió en una especie de alma en pena, siguió llegando tarde y durmiendo en el sofá; sin embargo, ya no olía a madera, a barniz, y no porque el alcohol y el tabaco lo hubieran tapado, sino porque ya no trabajaba en la carpintería, papa ya no trabajaba en ningún sitio.


Mientras yo seguí creciendo, mamá seguía dando paseos conmigo y las raras veces que papá pasaba las tardes de los domingos en casa, me sentaba con él delante la tele. Seguían siendo mi casa, seguían siendo mis padres, mientras yo por alguna paradoja espacio temporal parecía que me disolviera como en esa película de superhéroes donde el villano podía hacer que medio mundo desapareciera. Me miraban, pero no me veían, o me veían poco, casi igual que si fuera una sombra. Aquella casa se había convertido en una especie de purgatorio donde esperábamos la llegada de un perdón, de que de alguna forma llegase un día mágico en el que todo se reiniciase, de la forma que lo hacen los equipos informáticos o los androides, a los que en las películas les pueden borrar la memoria. En cambio, lo que llegó fue el infierno. Dios no debía habernos perdonado. Nuestra casa, nuestro purgatorio, se inclinó en un ángulo imposible y pareció resbalar sobre unos raíles a la misma boca del averno.


Esa noche en la que todo pareció caer, rodar hasta el infierno, fue cuando comprendí, que eso, que se había activado aquella ya lejana noche, donde papá perdió su olor y mamá su sonrisa, también me cambio a mí.


Papá volvía antes de su hora, me levanté y fui a recibirlo, aún no estábamos acostados. Lo que en principio parecía una buena noticia no lo fue. Ojalá se hubiera quedado en el bar como acostumbraba, ojalá hubiera bebido hasta quedar inconsciente, pero esa noche no lo hizo.


Me apartó con malos modos, casi ni me miró y se fue directamente en busca de mamá, que estaba en la cocina, terminando de recoger la cena de la mesa, donde había dejado un plato cubierto con otro para el demonio que acaba de entrar por la puerta. El primer puñetazo ni lo vio venir. Le impactó en la cara como una bola de demolición sobre la fachada de un edificio. Mamá siempre había tenido una constitución delgada, era una mujer de cuerpo frágil, como si sus huesos fueran de cristal y su piel de porcelana, aquel puñetazo podía haber tumbado a un hombre de 100 kilos, a mamá por descontado. Como pudo se agarró a la encimera de la cocina y al fregadero en un intento vano de no caer, las uñas, los dedos resbalaron sobre el granito pulido. Mamá fue a caer al suelo como una muñeca arrojada por un niño gigante malcriado que disfruta rompiendo sus juguetes. Papá había roto la nariz de mamá de la que broto sangre. La bata celeste que llevaba puesta se le sembró de salpicaduras rojas. Se le abrieron mucho los ojos en un intento de buscar un por qué, sus pupilas se habían convertido en dos pozos negros, por donde entró el terror. Un terror primigenio, un terror básico que te hace temer por la propia vida.


Papá entonces levantó una pierna. Aquello no había terminado, se disponía a patearla como a un cubo de basura cuando aquello hizo clic dentro de mí. Podría describirlo como si el primer clic, que ocurrió la primera noche, hubiera sido la cadena de seguridad de una puerta y el clic de esa última hubiera sido el resbalón de la cerradura al liberarla. Sí, la puerta se abrió y entonces dejó salir todo el miedo que se había ido almacenando dentro de mí durante todo ese tiempo y que se había convertido en fuerza, y por qué no decirlo, en odio. Odiaba a papá, porque papá ya no era papá, papá era un demonio que estaba haciendo daño a mamá , yo no lo podía permitirlo más. Ya no era un cachorro asustado. Me había convertido en todo un pastor alemán de 4 años. Salte y me interpuse entre mamá y eso que se parecía a mi papá. Papá me grito y me lanzó la patada que iba a darle a mamá. La esquivé y el pie derribo la mesa de la cocina que arrastró en su caída dos sillas, armando un tremendo revuelo. Mamá se había hecho un ovillo y se intentaba proteger con los brazos, gritaba, papá también yo ladré y enseñé los dientes. Cuando papá asió un cuchillo del soporte magnético de la pared, supe que solo había una solución. Me abalancé sobre él y le mordí con todas mis fuerzas en el cuello. Fue un ataque más instintivo, jamás había mordido a nadie, nada más que a alguna pelota de goma, pero algo dentro de mí me decía donde debía hacerlo. Papá gritó de dolor y miedo, mamá también gritaba espantada, y yo gruñía fuera de mí. Papá se quedó muy quieto. Entonces supe que todo había terminado. El olor a alcohol y a tabaco pareció desaparecer y por un instante su cuerpo ya sin vida volvió a oler a madera recién aserrada.


Ahora vuelvo a recordar a mamá sonriendo en el parque, mientras me arrojaba mi pelota roja; a papá jugando conmigo en el césped. Espero a que el veterinario venga a pincharme, eso que me hará dormir para siempre. No soy un perro viejo, pero hasta los perros sabemos que los que mordemos a nuestros amos no se nos permite vivir más, eso lo sé. Sé que mamá está llorando allí fuera, en la sala de al lado, que no la han dejado pasar. La oigo y la huelo, pero es inútil que intente escapar de esta correas o de este bozal. No quiero hacer sufrir más a mamá. Solo intenté hacer lo que hubiera hecho cualquier buen hijo, cualquier buen perro. Tengo sueño. Me duermo con el recuerdo de la sonrisa de mamá y con el olor de papá. 

 

 



lunes, 9 de mayo de 2022

Salta.






Susurra el vértigo al oído, que vayas con el vacío, que saltes, que la paz, esa que sientes ahora, podría ser eterna, que únicamente depende de ti, de que des un paso, de que te sueltes. Es tu amigo, un amigo de los de verdad, de los que hacen lo que dicen y siempre dicen lo mismo. Sí, sí, ya sabe que da miedo, todo lo da. Tu primer paso también te lo dio, aunque ya no te acuerdes, hasta el primer beso lo da. Todo lo bueno conlleva un riesgo, pero no aquí, aquí el resultado es seguro. Solamente unos pocos segundos y ya. Todo será como mereces que sea. Lo sabes, de alguna manera siempre lo has sabido, sabías que este momento iba a llegar. Has fantaseado con él cientos, miles de veces y ahora ya estás aquí, después de horas, sufrimiento has llegado aquí, porque ¿para qué si no has venido?, ¿para jugar a hacerte el valiente?, ¿para volver a traicionarte?





No, no lo hagas entonces, pero no juegues más conmigo. Ya me das suficiente asco, ya tengo que vivir dentro de ti, pegado a tus pies como una sombra. Tú estás arriba, eres la carcasa, la superficie, como una boya. Mientras, yo cuelgo hacia el fondo, oculto, relegado al ostracismo. En realidad soy quien nos ve, quien te susurra, quien intenta ayudarnos y quien sufre de impotencia. Veo la cobardía a diario, nuestra misera existencia como si estuviera en una sala de cine de sesión continua, es la misma película una y otra vez. Nos despertamos todas las mañanas pensando que hoy va a ser diferente, que llegó el punto de inflexión, a partir del cual no me necesitarás más. Mentira. Yo ya lo sé desde que abres los ojos, es otra de tus dulces mentiras. Eres el manirroto que pide otro nuevo crédito, para pagar el último crédito, que pidió para otro de sus caprichos absurdos e innecesarios. De sobra sabemos que estás arruinado, que vives por encima de tus posibilidades, que solo son promesas de yonqui.



¿Por qué no acabamos ya de una vez con esta pantomima? ¿Por qué no tener por una vez la dignidad suficiente para salir de escena de una forma que no seamos un hazmerreír? No me ignores, no soy el vértigo, soy tú; bien lo sabes, el que te gustaría ser y el que nunca serás. Soy tu fantasía, la que no te atreves a cumplir, por eso te susurro al oído, estoy detrás de tu carne, frente a ti en el espejo. Sé que sufres, que no es fácil, pero lo que te digo es por nuestro bien, salta, déjate caer, mereces, merecemos la paz. Luchar es inútil, después de tantos años, lo sabes, los dos lo sabemos. No es de cobardes rendirse cuando la victoria es imposible. Contigo, también desapareceré yo, pero hay vidas que es mejor no seguir viviendo.

 

lunes, 28 de marzo de 2022

Mamá


  

 

 

La mano de mamá es grande, cálida. Cuando voy agarrado de ella me siento seguro. Mamá es la persona más valiente del mundo, a su lado nada malo me puede ocurrir, por eso la agarro con todas mis fuerzas, no quiero quedarme solo. No, si me soltara de la mano de mamá me perdería y no sabría lo qué hacer. Pero eso no va a pasar, porque mamá tampoco me va a soltar, nunca lo hará. Mamá me quiere más que a nada en el mundo y yo a ella.


La luz roja estaba parpadeando otra vez.


一¡Mamá! ¡Mamaaaaaaaaaaaá!


Los gritos llegaron por el pasillo sobresaltando a las enfermeras del turno de noche. A esos gritos no se acostumbraba nadie, nunca. Daban igual los años de experiencia, aquellos gritos tenían una frecuencia especial que hacía que cualquier barrera, cualquier coraza de inmunidad profesional, quedara hecha añicos. Esas voces desperadas tocaban en lo más profundo del alma, porque eran de terror, del terror más puro y primigenio. Contra eso no se podía hacer nada, de alguna forma llegaban al cerebro más primitivo, haciéndote sentir el terror que sintieron nuestros ancestros al abandonar la seguridad de su cueva, al sentir la mirada de un depredador en la oscuridad.


一 No te preocupes, mamá vuelve en un momento. Ya está, ya está. No llores, no tengas miedo, mamá ya está de vuelta 一 Le susurra la enfermera mientras intenta apaciguarlo y mira a su compañera como si de esa manera el tranquilizante que estaba inyectando en el gotero de suero fuera hacer efecto más rápido.


Era sorprendente la fuerza que podía tener un cuerpo tan menudo. Las ligaduras lo sujetaban a la cama, aun así se retorcía como un pez recién pescado y agitándose, curvando la espalda, amenazando partirse en dos.


一 Lo siento cariño, solo he ido al baño un momento. 一 Dice la otra persona de la habitación a modo de disculpa con el espanto en la cara. Una mujer que acababa de salir del cuarto de baño, mientras se retuerce las manos, nerviosa.

一 No es culpa suya 一 Dice la enfermera que se ha sentado en el sillón del acompañante y acaricia la mano del enfermo, que parece más tranquilo. Sin dejar de acariciarlo, una toma el asiento que la otra deja libre. 一 Gracias. 一 Se despide de las enfermeras que abandonan la habitación haciendo el menor ruido posible.


一 Mamá, no me dejes solo, mamá, no te vayas más, no me dejes.

一 No cariño, no te dejaré jamás, fui un momento al baño, pero no lo volveré a hacer. ¿Me perdonas? 一. Le susurra al odio, a la vez le acaricia el brazo en el que no lleva la vía intravenosa, con la otra mano le atusa el pelo. Se levanta con sumo cuidado, aprovechando que el calmante ya lo tiene prácticamente dormido y le besa en la frente. 一 Duerme cariño, mamá está aquí. 一


Nunca se hubiera imaginado que se terminaría apegando tanto a él. El primer día que lo vio aún tenía un aspecto normal. El aspecto de un hombre de 60 años, un hombre que había tenido a muchos otros bajo su mando. Seco, estricto y por qué no decirlo, hasta desagradable en el trato. Sus hijos la habían contratado para que lo atendiera día y noche. Ella no era enfermera, no era necesario que lo fuera, solo necesitaba compañía y vigilancia. La enfermedad de Don Ramón Balaguer y Montesinos aún no estaba en una fase avanzada y él se negaba a reconocerla, pero únicamente era cuestión de tiempo de que lo terminara desmenuzando entre sus garras. De nada habían servido los tratamientos y las terapias de miles de euros. Sus hijos eran personas importantes y no habían escatimado en gastos para que: “su padre estuviera lo mejor atendido posible”.

Ahora se le encogía el corazón de verlo ahí, hecho un guiñapo, solo y llamando a su madre como un niño perdido; porque eso es lo que era, eso es lo que seremos todos, al final todos lo seremos. 
 
 
 
 

 

jueves, 16 de diciembre de 2021



 



KM 23


El mar había desaparecido detrás del último repecho. El camino se convirtió en una cinta de tierra oscura y encharcada por la lluvia. No hacía mucho que había dejado de caer, pero más parecía un tiempo muerto que el final del partido, y no tardaría en volver a llover. Las nubes se aupaban unas sobre otras para salvar las colinas, que poco a poco iban ganando altitud. Los prados y las tierras de labor iban siendo sustituidas paulatinamente por bosquecillos de castaños y robles. Eran los contrafuertes y arbotantes de la catedral del bosque rotundo, profundo y verde. De forma inconsciente las zancadas bajaron de frecuencia, los pasos se hicieron más cortos. No, no era por cansancio en esas piernas aún quedaban muchos kilómetros antes de que la fatiga se atreviera a asomar, era simplemente por una cuestión de respeto. Estaba entrando en un lugar sagrado, un lugar solemne que imponía respeto y silencio. Él conocía esa sensación, de alguna manera era esa sensación la que le había enganchado, la que le pedía una y otra vez realizar aquellos caminos. Andar por los bosques gallegos, recorrer sus senderos y disfrutar de aquellas selvas de madera oscura y antigua, de ver la luz tamizada por un verde como no lo había en otra parte; allí se sentía más vivo.


Sintió la imperiosa necesidad de parar. ¿Sentirse más vivo? ¿Para eso había venido, para intentar sentirse más vivo?, ¿en serio? Se llevó las manos a la cara, se quitó las gafas para enjugar las lágrimas que comenzaron a brotar sin previo aviso.


Él era un cadáver, un cadáver que andaba, uno que aún no había reconocido que lo era. Un muñeco a pilas en el que la lucecita de low batery se había encendido hacía ya un tiempo. Justo cuando, tras un chequeo rutinario, le descubrieron un tumor en la próstata, aunque el verdadero problema, Aquel tumor solo era una de las muchas metástasis de otro principal que le había salpicado con su ponzoña todo el organismo. Era un mundo donde una nave nodriza había lanzado sus hordas de alienígenas para arrasarlo. No había nada que se pudiera hacer. Hacía 2 que empezaron a contar los 8 meses que le auguraron de vida.


¿Opciones? No había opciones, no habría ningún final feliz. Únicamente como alternativa a resignarse a que la enfermedad lo consumiera inexorablemente, existía la posibilidad someterse a un tratamiento experimental. Uno que en el futuro podría ayudar a otros enfermos. Decidió lo primero. Eligió 8 meses de vida en vez de 1 año, quizás 2 de quimioterapias, radioterapias, de dolor para simplemente retrasar lo inevitable. Sí, quizás fue una decisión egoísta, pero no pudo, no se sintió capaz de esperar sentado a que la Muerte viniera a buscarle. Por eso había vuelto a Galicia allí a donde una vez más vivo se sintió, para recordarlo, para volver a sentir la vida. Sentir aquella energía recorrer su cuerpo, notar aquella fuerza interior. Sin embargo, ahora estaba allí, en medio de la nada, llorando desconsoladamente como un niño perdido que sabe que nadie va a venir a buscarle, porque nadie lo estaba buscando. Tenía miedo.


Sintió la presión de una mano sobre el hombro, su calidez. Se giró para ver quién le posaba la mano en el hombro, quién intentaba consolarle. Quizás otro caminante, quizás solo lo había imaginado. Sin embargo, no había sido ninguna imaginación. Allí estaba, y a la vez era imposible, de pie, frente a él, calado hasta los huesos, mirándole como siempre le había mirado, con esos ojos grandes y azules, con ese eterno cigarrillo colgando en los labios. Su padre, nada más que su padre no podía estar allí. Era imposible que hubiera cogido un avión hasta Oviedo, y que luego hubiera hecho los 80 km que había hasta Ribadeo, porque antes tendría que haber juntado todas sus cenizas esparcidas en el Mediterráneo y renacer como un fénix, porque su padre estaba muerto, llevaba muerto 10 años.


Su padre le estaba mirando con aquella media sonrisa tan propia de él, entre divertido y preocupado. Le miraba a directamente a los ojos. Sin mediar palabra le hizo un gesto con la cabeza. Quería que mirara algo, que se volviera. La mano seguía en el hombro y sintió como se cerraba sobre él para enfatizar el mensaje. Obedeció y miró hacia donde le indicaba su padre.


De la rama de un roble, colgaba el peso muerto de un hombre. Giraba lentamente, suspendido en el aire como si fuera un carillón de viento. Entonces comprendió con espanto lo que su padre quería que mirase, porque era su cuerpo lo que se mecía al viento ahorcado en la rama de aquel roble. 

 

 

 


 

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Lúa

 



Por fin es septiembre. Las jornadas ya solo tienen unas 9 horas de luz, las noches cada vez son más largas y la temperatura ha empezado a bajar. Al verano aún le quedan un par de coletazos, pero está herido de muerte y me alegro, odio el verano. Este ha sido muy duro. En agosto y julio, las temperaturas fueron muy altas, prácticamente ningún día bajaron de los 32º, muchos han pasado de los 35º.


Huelga decir que evito exponerme al sol en las horas centrales del día, —cuando más fuertes son las radiaciones ultravioleta soy hipersensible a ellas—. Es muy incómodo tener que dar explicaciones a la gente que te rodea y estar contestando siempre estúpidas preguntas tipo“¿Por qué no vas a la piscina?” o “¿No tienes calor con esa manga larga?”.

Claro que lo tengo, sin embargo es mil veces mejor que sufrir su quemazón en la piel o en los ojos. De hecho si me expusiera sin protección a él, sufriría graves quemaduras y con seguridad perdería la visión. Por eso siempre he preferido trabajar por las tardes —se producen menos situaciones comprometidas— porque el sol ya no es tan fuerte. Mucha gente cree que sufro algún tipo de albinismo, por mi pelo rubio, mis ojos claros… Está bien que lo piensen.


Si el verano no es la mejor época del año para un albino, para un vampiro es la peor. Este no solo ha sido cruel por las temperaturas —el verano es algo inevitable— Cada día pasó lento, una ristra de calvarios de 24 horas, como añadir cuentas en un ábaco que solamente suma en la obsesión de querer, de necesitar volver a verla y de tenerlo al mismo tiempo.

Lucho y he luchado con ese sentimiento desde entonces. A partir de matar a aquel yonqui han muerto dos personas más, temo haber perdido el control de mi enfermedad.


He vuelto a Santa Comba, siempre me ayuda volver a mis orígenes. Allí todavía puedo sentir a mis abuelos, de alguna manera su esencia impregnó aquella tierra donde su amor prendió entre el verdor de las tierras gallegas, entre las escorias de la mina Varilongo.


Ellos me criaron, ellos me descubrieron lo que soy, ellos me enseñaron a vivir con ello. Ojalá estuvieran todavía, los necesito más que nunca, únicamente ellos podrían entender lo que me está pasando.


Mi abuela Lúa quedó huérfana con 13 años, sus padres murieron durante los primeros compases de la Guerra Civil.


Su padre, un humilde minero, cuyo único pecado fue saber escribir a máquina y tener una hermosa mujer, fue ejecutado por anarquista. En realidad el verdadero motivo fue, —como todo el mundo supo— que la mala fortuna quiso que un cabecilla del movimiento golpista se encaprichara de su esposa.

Los reiterados rechazos a sus proposiciones, tuvieron como consecuencia la ruina. No solo el asesinato indiscriminado de su marido, sino también la acusación de meiga, de “xuxona”, de adoradora del demonio y de cosas aún peores. La raparon al cero y la obligaron a pasear desnuda por las calles del pueblo, junto con otras desgraciadas que sufrieron su misma suerte. Antes y para más escarnio público, las atiborraron de aceite de ricino, con la intención de que no pudieran controlar sus intestinos. Enloquecida, desquiciada se quitó la vida, aprovechando un descuido de sus captores.


Afortunadamente, el director de la mina, hombre justo y de buen corazón, se apiadó de mi abuela y la acogió en su casa, haciéndole un hueco entre la servidumbre del pazo donde residía.


En 1941 en plena 2ª Guerra Mundial, el gobierno de España —a pesar de su declarada neutralidad— surtía a la Alemania nazi de wolframio. El wolframio es un escaso mineral, indispensable para la fabricación del blindaje de los carros de combate y de los proyectiles antitanque. España lo ofrecía como parte del pago de la deuda contraída en la Guerra Civil con ella.

En la primavera de ese año, el III Reich envió a un delegado a interesarse por la producción y las exportaciones de wolframio, temiendo que Franco sucumbiera a las presiones que estaba recibiendo por parte del bando Aliado, que conocía y por supuesto desaprobaba tales actividades. Los nazis no podían permitirse que eso ocurriera. Ese delegado era Alexander Müller, que más tarde sería mi abuelo.


La mina de Santa Comba era una de las que estaban dentro de su agenda, y de donde se extraía tan preciado mineral, además de estaño y cuarzo. Durante su visita se alojó en el pazo donde residía su director y servía mi abuela Lúa, que por aquel entonces ya tenía 18 años.


Según decían las malas lenguas, D. Santiago la acogió llevado por la lascivia, poco más que hechizado por las artes de la hija de la meiga. Porque Lúa, por supuesto, también debía haber heredado sus oscuros poderes además de su melena de pelo negro azabache, los ojos verdes esmeralda y las curvas generosas.

Verdad o no, lo cierto es que jamás le oí una mala palabra sobre D. Santiago. Todo lo contrario que de Dª. Marisa, la esposa del director, una mujer escuálida y apocada, siempre agarrada a un rosario, que hablaba entre dientes. Desde el primer momento la miró con malos ojos. Aquellos comentarios malintencionados le habían metido los celos en el cuerpo. Odiaba a mi abuela y hacía todo lo posible para que su existencia fuera lo más desdichada posible. La trataba con desprecio, altivez, y como no, reservándole siempre las tareas más ingratas. Curiosamente y sin saberlo, aquel odio de Dª Marisa iba a procurar que por fin mi abuela encontrara la felicidad que tan esquiva le había sido.


Cuando mi abuelo, Herr Alexander, vio a mi abuela por primera vez, se quedó absoluta e irremediablemente prendado de ella. Ahora puedo llegar a entender el sentimiento que se apoderó de él. Era una mujer preciosa, pero no únicamente fue su belleza lo que le hizo quedar embelesado; era algo más. Lúa estaba envuelta en un aura, como rodeada un campo eléctrico, te erizaba el vello solamente con acercarte a un par de metros de ella. Él sabía bien de esas cosas, tenía sentidos que el resto de los mortales ni siquiera soñaban con poseer, porque él era un vampiro.


Una mañana Lúa fregaba los suelos de rodillas, restregando con una aljofifa que remojaba primero en un cubo con agua. Herr Alexander entró en el salón acompañado por D. Santiago. Los dos hombres pisaron el solado de piedra aún húmedo. En cuanto se percató de ello, mi abuelo se disculpó por la torpeza, ante la sorpresa de su anfitrión. Mi abuela no estaba acostumbrada a que nadie le pidiera disculpas, pues eso era lo que aquel hombre extrañamente alto y de piel lechosa acaba de hacer. Lo había comprendido, aunque no hubiera entendido ni una sola palabra de lo que dijo. Tímida y sin saber cómo reaccionar, solamente acertó a agachar la cabeza para seguir con su faena.


Igual que su madre, ella no era ninguna meiga adoradora de Satán, pero también desde siempre tuvo esa especial sensibilidad, que la hacía percibir cosas que las demás gentes no podían. Llegó a convencerse de que aquello era por lo que la temían y la rechazaban. Que era algo realmente malo, que fue lo que trajo la desgracia a su familia. Intentó renegar de ello, de veras lo intentó, olvidar lo que la hacía saber quien iba a morir unos días antes de que lo hiciera o conocer el sexo de un bebé antes de que fuera alumbrado. Según me contó muchas veces, cuando vio por primera vez a mi abuelo, a aquel hombre extremadamente delgado, larguirucho y tan rubio que casi tenía el pelo blanco, ese sexto sentido se disparó como nunca previamente se había manifestado. Percibió algo especial que no supo interpretar, que la hizo sentirse atraída por él de una forma irrefrenablemente magnética.


El director de la mina tenía órdenes muy claras al respecto de cómo agasajar a su huésped, “todo lo que se le ofreciera” y todo, quería decir todo. Así que cuando Herr Alexander le hizo saber de su interés por mi abuela D. Santiago no pudo sino plegarse a los deseos de su invitado poniendo a la muchacha a su disposición, por muchos reparos que este pudiera tener. Cuando la noticia llegó a los oídos de su esposa, esta sonrió de la misma manera que un caimán recompensado por su paciencia. Ahora aquella bruja iba a probar de su propia medicina. La tararían como a una ramera, como lo que fue su madre, como lo que ella era, por mucho que disimulara. Aquel alemán, se iba a divertir con ella.


Imagino la cara de sorpresa de D. Santiago cuando le comentó a mi abuela que subiera a las habitaciones del huésped germano, y que en vez de encontrar resistencia, casi observó en su cara una expresión de ilusión. Pensaría que quizás su mujer tenía razón, aquella muchacha de aspecto inocente no lo era tanto. El caso es que fuera lo que fuese lo que pasó por su cabeza, aquello era positivo para su misión como anfitrión, así que no había nada más que hablar.


Mi abuelo Alexander nunca me contó qué pasó aquella noche, cuando después de cenar mi abuela subió a su habitación. Siempre fue muy reservado para algunas cosas. Muchas veces se lo pregunté, pero él se limitaba a sonreír con un leve rubor en las pálidas mejillas, mientras buscaba con los ojos muy abiertos los de mi abuela para decirle que no hablara más de la cuenta. Entonces ella reía y empezaba a contar igual que si fuera un cuento de hadas, pues en cierta forma lo fue.



“Cuando D. Santiago me llamó, pensé que algo malo ocurría. Seguro que me iba a regañar por alguna queja de Dª Marisa, aquella mujer odiosa no dejaba de hacerlo. Entré en su despacho y cerré la pesada puerta de madera intentando no hacer ruido. Él estaba sentado detrás de su mesa con el rostro serio, leía algún documento que sostenía con una mano mientras que con la otra sujetaba un puro sin encender. En el momento en que me vio entrar, dejó el habano sobre cenicero de cristal y abandonó la lectura. Colocó el documento con cuidado sobre un montón más que había sobre la mesa.


—¿Me mandó llamar D. Santiago?


—Sí, sí pase, pase y siéntese—. Dijo señalando uno de los sillones de madera oscura y terciopelo rojo.


Me quedé petrificada, algo muy malo tenía que pasar cuando, no solo me hacía llamar a su despacho, sino que además me invitaba a sentarme. Miré hacia abajo observando mis ropas… Llevaba un vestido negro con faldas hasta los tobillos, con un delantal y un pañuelo blancos en la cabeza, recogiéndome el pelo, como para dar a entender que mis ropas de faena no estaban en condiciones. Debió de percatarse de mis reparos, y volvió a insistir.


—Siéntese, siéntese, por favor. Lúa, la he hecho llamar porque quiero pedirle algo muy importante. Verá… —Se detuvo un momento, no encontrara las palabras. Tras unos segundos de incómodo y espeso silencio volvió a tomar la palabra. Lo hizo sin levantar los ojos de algún punto indeterminado de la mesa, como si no fuera capaz de decirme aquello que me iba a pedir mirándome a la cara. Entonces supe qué era aquello que tanto le estaba costando expresarme— Nuestro invitado el señor Müller, desde que esta mañana la ha advertido, se ha mostrado muy interesado en usted, y me ha solicitado que organice un encuentro privado. Es un caballero muy relevante e influyente, un mal informe suyo sobre la mina, podría acarrearme muchas complicaciones, por lo que no he podido negarme a su petición. Espero que lo entienda, que sepa comportarse adecuadamente, atendiendo cualesquiera que sean sus demandas. Siempre la he tratado como a una hija, ahora tiene la oportunidad de corresponderme. Por mi parte le estaré agradecido y sabré compensárselo. Esta noche deberá personarse en sus habitaciones a las 10. ¿Lo ha comprendido Lúa?


—Sí D. Santiago, lo he comprendido. Intentaré no decepcionarle—. Respondí, con un hilo de voz, mientras retorcía un pico del delantal con los dedos.


—Bien. Eso es todo, puede volver a sus tareas.



Me levanté como pude. Estaba nerviosa, temblaba como un flan. Al fin Don santiago me miró, tenía el rostro serio, me escrutaba en busca de algún signo, algo, que le ayudará a comprender aquella extraña expresión que se debió quedar colgada de la cara y que casi parecía una sonrisa.


Pasé toda la tarde imaginado cómo sería mi encuentro con el Señor Alexander. Yo únicamente era una fregona que no había salido del pueblo, inculta y él un alto funcionario extranjero, pero sabía que ese hombre era especial.

La noticia corrió por entre la servidumbre del pazo como la pólvora, seguramente azuzada por Dª Marisa, que se relamía ante la seguridad que aquella cita era una excusa para forzarme. Las mujeres cuchicheaban a mis espaldas. Algunas en secreto me mostraron su solidaridad, realmente me compadecían por la suerte que me había tocado, otras en cambio, —secuaces de la patrona—, parecían disfrutar y me miraban con ojos rebosantes de malicia.


Llegaron las diez. La actividad en el caserón después de la cena era prácticamente nula, todos se retiraban a sus alcobas. D Santiago no, él solía quedarse despierto hasta altas horas trabajando en su despacho y tampoco Xoan el guarda, que andaba por la garita de la entrada de la finca, haciendo la ronda o poniendo los candados a las verjas.


Subí a la segunda planta, por las escaleras de piedra del salón grande, que daban al distribuidor. A la derecha estaban las habitaciones privadas de los señores. Giré hacia la izquierda donde estaban los dormitorios de los huéspedes, detrás de la tercera puerta me estaría esperando Herr Alexander. No negaré, que en algún momento pensara que mis sensaciones pudieran ser más el fruto de mi imaginación, que de una percepción real, que ese hombre tan misterioso, únicamente me quisiera ver para manosearme; pero fueron como pequeñas nubecillas en un cielo resplandeciente, porque estaba segura de que no sería así y no me equivoqué.


Alcé la mano para llamar a la puerta y antes de que pudiera golpear con mis nudillos sobre la madera, esta se abrió. Detrás estaba aquel gigante rubio y flaco, impecablemente vestido, igual que cuando lo observé en la mañana. Un traje de tweed gris, una camisa blanca y una corbata negra, con un pisacorbatas plateado con el emblema del partido nazi.


—Buenas noches fräulein. Pase, por favor. Gracias por aceptar mi invitación—. Dijo con un marcado acento alemán.


Sus ojos refulgían como si fueran dos luceros azules, se quedaron fijos en los míos, sin pestañear. Querían mirar dentro de mí y yo quería que lo hicieran. Me tendió la mano y yo se la estreché con vergüenza, pensando que la encontraría desagradable, áspera y llena de callosidades. La mano de largos dedos blancos de pianista envolvió la mía, sentí su firmeza y su frialdad, igual que si se la estuviera estrechando a un dios de mármol griego. No fue un frío desagradable, muy al contrario, fue una sensación estimulante y por un momento toda la piel de mi cuerpo se erizó. Al tiempo, un escalofrío me recorrió de arriba abajo, como si uno de esos dedos finos y largos se paseara por el centro de mi espalda, desde más abajo de los riñones hasta el cuello.


Me instó a que lo acompañara y me ofreció asiento en una butaca orejera tapizada en yute, junto a otra gemela. La habitación de invitados estaba dividida en dos ambientes. El primero, en el que nos encontrábamos, era una especie de cuarto de estar. El segundo al que se accedía por una puerta de hoja doble, era el dormitorio, con una cama grande de colchón mullido de lana y almohada de plumas. No necesité mirar para saberlo, lo conocía bien, lo había limpiado cientos de veces. Se habían retirado hacia un lado las pesadas cortinas del dormitorio, que ocultaban el ventanal, que daba a los jardines. La luna estaba llena e iluminaba la estancia con su luz plateada, dando una extraña pátina argenta a todo, especialmente a las dos copas y a la botella de vino que había sobre la mesita.


Tu abuelo me sirvió vino en la copa, con pulso firme y decidido. No había apartado aquellos ojos azules de mí ni un solo instante. Fui incapaz de a contrariarlo, no sabía ser servida y me removí incómoda en la butaca. Pareció leerme la mente.


—No se preocupe fräulein. Hoy es usted la invitada. Lúa para mí es un placer servirla.


Cuando lo escuché pronunciar mi nombre, me sentí desfallecer, mis músculos tensos como cuerdas de violín, se aflojaron y aunque aún no había probado ni una gota del vino, noté un agradable calor por dentro.


—No, no diga nada.—Prosiguió—. Soy yo el que le debe una explicación, de por qué la he hecho llamar de esta forma tan precipitada. Quizás esté usted pensando, que soy un caradura, que abusando de su posición la ha obligado a venir con alguna oscura intención. Si es así, no la culpo por ello, por ello, la invito a que después de tomar esta copa de vino, a que se marche si ese es su gusto, y le doy mi palabra, que D. Santiago no recibirá ni la más mínima queja de su comportamiento. Pero antes de tomar una decisión, déjeme al menos que le exponga mis verdaderos motivos.


Agarré la copa de vino y le di un sorbo, necesitaba hacerlo, me daba igual si mis modales no eran los adecuados. Necesitaba tomar un trago de vino o muy probablemente me daría un síncope allí mismo. Aquel hombre me hablaba de una forma como jamás nadie lo había hecho, me sentía la única mujer del mundo. No solo eran sus palabras lo que hacía que mis pulsos se desbocaran, era esa mirada sincera y franca. Desde muy joven había estado muy acostumbrada a que los hombres me miraran, en la mayoría encontré maldad, lascivia. Sí, igual que mi madre, podía ver dentro de las personas, como se puede ver en el fondo de un arroyo claro. Algunos sabían disimular mejor que otros, pero ninguno me podía ocultar su esencia, su alma. Cuando vi a Herr Alexander por la mañana, noté algo especial en él, en ese momento no supe qué fue, ahora lo sabía. Percibía su alma, aquel hombre era un ser atormentado, solo y perdido. Su alma era como la mía, mirarlo era como mirarme en un espejo, como si fuéramos dos pedazos de algo que se hubiera roto hacía eones y que por algún capricho del destino se hubieran vuelto a encontrar.


No obstante había algo más, algo que ocultaba, que escondía. Algo que le avergonzaba, un secreto le torturaba, que sin duda era la fuente de donde emanaba aquel dolor y desesperación que percibía. Sentí curiosidad. Intenté ahondar, levantar aquella pantalla que lo ocultaba, sin embargo no pude, allí no se podía entrar sin ser invitada. Aguardé sus palabras.


—Lúa, no me voy a andar por las ramas —Comenzó—. Pasado mañana vuelvo a Alemania, no tengo demasiado tiempo. Sería pueril ocultarle, que esta mañana cuando la he visto trabajar, he contemplado a una bellísima mujer, pero eso es algo que hasta el más tonto puede ver. Lúa ni usted ni yo somos personas normales. Sí lo sé, aunque se esfuerce en ocultarlo, sé que tiene especiales sensibilidades, de hecho, no necesitaría estar pronunciando estas palabras con mi terrible acento, para poder comunicarme con usted.


Entonces hablé sin mover los labios, lo hice por primera vez desde hacía años. Juré que jamás volvería utilizar aquella capacidad. Desde el aciago día en que mi madre, segundos antes de morir me habló por última vez. “Sei que foi a miña filla, eu teño que ir. Quérote moito, sempre vou te amar”. Aún “oía” sus palabras, dentro de mi cabeza, igual que cada noche justo antes de cerrar los ojos, de quedarme dormida. Poca gente sabe lo que es gritar, lo desgarrador que es hacerlo de esa forma, sin mover un solo músculo. Toda la angustia se concentra en un único punto denso y pesado, como si fuera una colada de roca derretida derramándose sobre ti, fundiéndote desde la cabeza a los pies. Aquel dolor, aquel miedo hizo que renunciara a mi naturaleza. Esa, para bien o para mal era yo, era mi don. Ese hombre me lo había recordado. No podía explicarlo, pero con él no tenía miedo a ser yo misma, la hija de la meiga, y por qué no, Lúa la meiga.


—¿Qué es eso que oculta Alexander?, porque usted también oculta algo. No nos diferenciamos tanto. — Me atreví a decir sin hablar.


Entonces aquel telón, aquella cáscara impenetrable que impedía mi visión se resquebrajó y lo supe. Vi lo que en realidad era Alexander. Un ser maldito, condenado a vivir en la sombra. Un ser que debía beber la sangre de otros para sobrevivir. Sentí su temor, sus remordimientos por hacer lo que debía hacer y por ser lo que era. Una soledad como nunca había contemplado y sin embargo no sentí miedo. Muy al contrario, fue como admirar a una fiera encadenada, como ver a un lobo malherido que aúlla de puro dolor. Me miró con lágrimas en los ojos y yo lo miré a él y su azul se mezcló con el verde de mis ojos y nos fundimos en un beso cálido, desesperado y nos besamos como únicamente dos seres malditos se pueden besar…”


A esas alturas del relato mi abuelo siempre carraspeaba. Entonces mi abuela lo miraba sonriendo pícara y concluía apresuradamente.


“… A la mañana siguiente, después de finalizar su última inspección a la mina el abuelo se reunió con D. Santiago y le pidió su consentimiento para llevarme con él a Alemania… se lo dio…”


Ojalá tuviera la mitad de los arrestos de mi abuelo, ojalá no me hubiera escabullido, igual que un conejo asustado, cuando la vi en la feria del libro, sin embargo lo hice y ahora me arrepiento, me culpo por ello.

Tengo que volver a sentirla, lo necesito, es mi último pensamiento al acostarme y el primero al despertarme. No puedo olvidarla, no puedo dejar de oler el aroma del jabón de Marsella sobre su piel recién lavada.

Pensé, que volver a probar el sabor de la sangre humana recién muerta me calmaría, sin embargo sus efectos únicamente han sido un placebo, que calma el cuerpo pero no la mente. Mi único consuelo es la ilusión de volver a contemplarla, es algo que temo y deseo a la misma vez, con la misma intensidad.

El destino es caprichoso en su forma de revelarse. Es inútil intentar resistirme a él, o me convertiré en una bestia sanguinaria, en lo que me enseñaron que no debía ser. Debo estar a la altura, se lo debo a mis abuelos, a todos los que son como yo, a todos los que luchamos contra este mal. No puedo dejar que mis miedos me dominen, tengo que vencerlos.

Miedo a sentir lo que estoy sintiendo, miedo a reconocer que todos los átomos de mi ser siempre han girado por ella. Miedo a decirle que la amo, miedo a que me conozca, a que conozca lo que realmente soy, a confesarle mi secreto, a decirle que un vampiro, uno de verdad se ha enamorado perdidamente de ella. A declararle que ella es mi Lúa, y que quiero que sea mi Laura.


Ahora únicamente espero que el otoño sea lluvioso y frío. El frío y la humedad me ayudarán a serenarme, porque lo necesito, de veras que lo necesito.

miércoles, 3 de noviembre de 2021

Óscar

 

Ojalá viviera en Estados Unidos, estar en Columbine o Cartland, pero no, no lo estaba y de nada serviría desearlo o lamentarse. Lo mejor sería seguir hecho un ovillo, desear algo más práctico, como que el Rebollo y compañía dejaran de pegarle, escupirle. Tener la suerte de que algún profesor entrara en los aseos de la tercera planta del instituto. Aunque esto último era casi lo mismo que desear que aquello fuera un instituto de secundaria en EE. UU. y no un instituto de educación secundaria español. 

Por la megafonía sonó la campanilla, advertía que el recreo había terminado


— Déjalo ya Rebo, lo vas a matar al final —. Dijo el Chino. 

— Es un gordo de mierda. Creo que hasta le gusta que le zurremos.

Sí, pero déjalo y vámonos—. Apoyó el Negro. 

— ¿A clase? —. Preguntó el líder después de dar un último puntapié. 

Los tres salieron de los baños de la tercera planta del Instituto de bachillerato Luis de Góngora riendo. 


Óscar Ruiz Almagro, o más comúnmente conocido como “Óscar El Gordo” siguió acurrucado en el suelo un rato después de que los matones se fueran. Ya no lloraba, hacía tiempo que no lo hacía, ni pedía ayuda, solo se limitaba a aguantar lo que Rebollo y sus secuaces le tuvieran reservado. Dejó de hacerlo cuando comprendió que sus lloros solo traerían más vejaciones. Si se convertía en un saco pronto se aburrían y se iban para buscar algo más divertido que hacer. Así y todo, prefería quedarse un rato allí, atento, escuchando, asegurándose de que no estaban en el pasillo esperando a que saliera para volver a la carga. Eso también lo había aprendido, además de cualquier forma no iba a ir a clase. No podía ir después de esto, no era por la vergüenza de tener que soportar las miradas del resto de los alumnos, sino porque simplemente no quería que nadie en el mundo le mirara.


 Había miradas de muchos tipos, las de lástima eran las que más le molestaban, porque no le gustaba dar pena. Sentía ya bastante vergüenza como para tener que soportar también la lástima de los demás. Además, en aquellas miradas, muchas veces, iba implícito un mensaje de vergüenza ajena, de asco, una coletilla; una moraleja, que le culpaban a él de lo que le pasaba, que en el fondo justificaban lo que le ocurría, que lo tachaban de cobarde, de que no les plantara cara, de que si tuviera huevos... Muchas otras miradas simplemente eran cruelmente divertidas, a las que su situación se lo parecía, como si él fuera parte de un show y aquellas miradas aprobaran con su sonrisa el espectáculo. Las más escasas eran las de dolor. Unos pocos alumnos realmente lamentaban lo que le pasaba y la rabia, la impotencia, ardían dentro de ellos, pero esas eran pocas y la verdad tampoco servían de consuelo. El problema era suyo, solo suyo.


Se levantó dolorido del suelo encharcado de agua y orines. Estaba hecho un guiñapo, el pantalón, la camiseta se le habían empapado con la humedad del suelo, ahora olía como un borracho que se hubiera meado encima y se hubiera quedado dormido al sol. Subió al cuarto de baño de la tercera planta porque pensó que sería una buena idea. Allí podría ir al baño con tranquilidad porque sería menos probable cruzarse con el Rebollo y los demás, la tercera planta del instituto estaba vacía durante el turno vespertino. Pero no, la mala suerte se cebó en él y fue a meterse en la boca del lobo. Cuando entró en los servicios se topó con ellos de bruces.

 

Se miró al espejo y sintió vergüenza de sí mismo. Un escupitajo le resbalaba desde el pelo, se le quedó columpiándose en el flequillo. Abrió el grifo, se lavó con abundante agua intentando recomponerse un poco. Luego volvió a mirarse al espejo volviendo a desear que aquello fuera EE. UU. Si fuera EE. UU. iría a su casa y abriría la hucha que llevaba haciendo desde que hizo la comunión, para la facultad le habían dicho cuando se la regalaron. Su padre era partidario de que viera el dinero, una cuenta en el banco era más práctica, pero él no necesitaría tener una para eso. Era mejor que viese el dinero, que lo viera de forma física: “Así sabrás el esfuerzo que supone que vayas a la universidad, así aprenderás a valorar el esfuerzo que hacemos todos para que tengas un futuro” Le dijo su padre el día que le entregó la hucha con sus primeros 100 € dentro. Desde entonces la hucha recibía aportaciones periódicas en sus cumpleaños, en Reyes y no solo de sus padres, sino también de sus abuelos, porque papá insistía en que el mejor regalo era un futuro. Les había dicho, que no le compraran cosas, lo mejor era una aportación a la hucha de la universidad como la llamaba.

 Calculaba que dentro ya debía haber una buena cantidad. Entonces iría a una armería y compraría un arma, volvería a buscarlos y les dispararía en las rodillas, no les mataría no, les dispararía en las rodillas para que nunca más volvieran a dar una patada a nadie.

Su yo del espejo pareció guiñarle un ojo, dentro de la cabeza pudo oír una voz. Era la suya, pero no era su voz normal. Estaba forzada, como si estuviera intentando imitar a alguien mayor, más grave, parecida a la de aquel actor que doblaba las películas de Batman.

—Pero que tonto eres Óscar. Aún no tienes 18 años, nadie te va a vender un arma, da igual que fuera EE. UU. Eres un pringado, además ¿crees que serías capaz de disparar a la hora de la verdad?—. La voz tenía razón. Era un pringado, aquellos deseos solo eran las fantasías de un niño pequeño y cobarde, que no se atrevía a defenderse de unos matones de tres al cuarto. Notó algo caliente que le resbalaba por la cara, estaba llorando.   






Para salir del instituto sin la mochila, empapado de orines, lo mejor era hacerlo entre clases, de esta forma pasaría más desapercibido. Era mejor faltar a  un par de clases que pasar toda la tarde empapado. ¿La mochila? Bueno, seguro que Ángela se la guardaba en la taquilla. No era la primera vez que le pasaba algo así, le sería fácil imaginar por qué había desaparecido.

 Ángela era una vecina suya, vivía en su mismo bloque. Se conocían de toda la vida. Una de las pocas personas que lo había defendido delante de aquellos matones. —Encima lo tenía que defender una chica. Era humillante—. No, no estaba enamorado de ella ni mucho menos, y no es que no le pareciera guapa, que lo era y mucho. “Óscar el gordo” no tenía derecho a enamorarse de nadie o al menos eso es lo que pensaba. Porque ¿quién iba a querer a un mierda como él? Simplemente era una deducción lógica. Era mejor no desear lo que no se podía tener. 


La noche ya era algo irremediable cuando salió por las puertas del instituto. El pantalón húmedo se le pegaba a la piel, como un sudario helado. Era la misma imagen del fracaso, un joven sin rumbo, sin valor, al que todo su mundo se le estaba cayendo encima porque tenía unos hombros demasiado débiles para soportarlo.¿Qué iba a decir cuando llegase a casa? Mentiría diciendo que se había caído o mejor diría la verdad, que  otra vez le habían pegado.

Las mentiras tenían la mala costumbre de encenderle el rostro, como si dentro de él la luz de un detector de mentiras saltará cada vez que decía una. Al final se iban a enterar, lo sabrían. Ya era bastante cobarde como para ser también un mentiroso.

 Sí, mamá lo protegería, lo besaría y le diría que no se preocupase, que no prestara atención a aquellos abusones, ya se aburrirían si los ignoraba y papá, bueno mejor que papá no se entrase. Mamá se lo ocultaría, como tantas otras veces, porque Papá no lo entendería. Nunca había sobrellevado con paciencia que su hijo fuera el cobarde gallina capitán de las sardinas, el gafúo cuatro ojos del colegio, el llorón de la guardería y ahora el pringado del instituto. Papá siempre había intentado hacerlo fuerte, que se enfrentará a los problemas como un hombre. Papá se lo había exigido desde que había sido un bebé y ahora simplemente no le quedaban esperanzas, lo había dejado por imposible, se lo notaba en la mirada. Las miradas de su padre, no podían ocultarlo, aunque lo intentaran no lo podían disimular, eran de puro desprecio. Óscar no le podía culpar, era verdad, él era un cobarde.


Caminaba cabizbajo callejeando sin un rumbo fijo. La idea era volver a casa, —¿Dónde si no?—. Aunque tampoco tenía ningunas ganas de llegar. Levantó la cabeza para cruzar una calle, vio su imagen reflejada en la ventanilla de un coche que se había detenido justamente delante de él. Su yo de la ventanilla lo miró. Estaba ahí igual que hacía un rato en los baños, le miraba con severidad, con un gesto que hacía que pareciera un yo más mayor, como su yo del futuro. La puerta se abrió y la ventanilla con su reflejo desapareció de su campo de visión. Del taxi salió un anciano arrebujado en un ajado abrigo negro. Al salir sus miradas se cruzaron, el hombre se quedó mirándolo. Óscar estaba seguro de que jamás lo había visto, pero aquel hombre lo miró como si tuviera algún reproche que hacerle con una mirada de desaprobación, como si oliera aún peor de lo que debía hacerlo. Por otro lado era natural que lo mirasen así. Iba hecho un desastre. Se apartó para dejar que aquel anciano pudiese continuar su camino, entonces volvió a ver su reflejo en la ventanilla. En su yo del cristal había una reprobación. El coche reemprendió la marcha, desapareciendo calle arriba llevándose con él  su reflejo. Óscar respiró aliviado, aquello parecía de locos. Reflejos que le miran, voces en la cabeza, puede que hace un rato, debido al estrés de la situación su mente le hubiera jugado una mala pasada, pero ya había tenido tiempo de calmarse, o quizás tal vez no, quizás aún siguiera lo suficientemente chocado, impresionado, o harto. Sí, harto de que lo maltrataran, harto de ser el hazmerreír de todos, quizás dentro de él se estuviera llevando a cabo algún tipo de metamorfosis, o solo fuera otra fantasía de adolescente inmaduro. Cruzó la calle pensando que sí, iba a ser lo último, igual que la estúpida fantasía de comprar un arma. Tenía que madurar, y debía hacerlo pronto.




      


Mamá no se sorprendió, o al menos no lo demostró cuando lo vio llegar antes de la hora acostumbrada. Óscar tomó una ducha y echó la ropa sucia a la lavadora. Su madre lo observaba desde la butaca del cuarto de estar, donde sentada hacía un jersey de punto con unas agujas y unas madejas de lana.


—¿Qué pronto llegaste hoy?—. Dijo alzando la voz. 

—Sí mamá. Se suspendieron las clases—. Mintió Óscar 

—¿Y eso? ¿Qué pasó?— Inquirió sin dejar de tricotar. 

—Nada, lo de siempre, le volvieron a tirar un globo lleno de agua al cuadro eléctrico. 

—¡Desde luego! En ese instituto solo hay golfos. Dijo la mujer con un tono de falsa indignación y prosiguió—. Supongo que por eso te caerías o algo, porque hay qué ver como has llegado. 

—Sí mamá me resbalé en el baño. Ya sabes como suelen estar los suelos. 

—¿Y la mochila?, ¿la has dejado en la taquilla, verdad?

—Sí mamá, Ángela me dijo que me la guardaba. Solo quería llegar a casa cuanto antes. No quería que nadie me viese con estas pintas.

 

Aunque en la voz de Óscar no había habido ni una octava de duda, los dos sabían que aquello no era verdad. Una cosa era que su madre hubiera hecho como que aceptaba las explicaciones, y otra muy distinta es que se las creyera, que no supiera que había pasado algo. Prefirió no seguir investigando. Mejor haber hablado con una habitación de por medio que cara a cara  donde el rostro de su hijo lo traicionaría. Ya se lo contaría cuando estuviera preparado para hacerlo; su Óscar era casi un hombre, había cosas que las madres era mejor que no supieran. Quizás de una vez por todas estaba empezando a gestionar los problemas por el mismo, y ya no necesitaba tanto los mimos de mamá y eso, a pesar de que para una madre fuera en cierto modo doloroso, era bueno. 


La cena fue rápida, mamá no volvió a sacar el tema. Papá llegó del trabajo, después de saludarlo y hacerle las preguntas acostumbradas tipo “¿Cómo han ido las clases?”, se emboó mirando las noticias, que hablaban de algo sobre una invasión de Irak a Kuwait. Así que aprovechó la situación y desapareció con la sutileza de un hobbit para ir  a su habitación.


Una vez en ella Óscar se echó en la cama y se puso a intentar leer un cómic, lo que fuera con tal de espantar el episodio de aquella tarde que no dejaba de atormentarlo, además el cuerpo le estaba empezando a doler. Se había relajado después de la ducha y la cena, ahora los cardenales empezarían a brotar como flores moradas. Lo mejor era que allí no había donde reflejarse, así que esa imagen suya acusadora no podría verse reflejada ni en los muebles de roble ni en las paredes enmoquetadas. El único punto sensible era el cristal de la ventana. Prudentemente, lo primero que hizo al entrar en la habitación, fue echar el store con los ojos cerrados. 

En el tebeo, Batman investigaba la última fuga del Elizabeth Arkham Asylum, de su archienemigo el Joker.  No podía entender como en las traducciones de Latinoamérica lo llamasen el Guasón, como podía ponerle ese nombre a un supervillano. Guasón no infundía respeto, ni miedo. 


<<“El Rebo” tampoco es que sea un apodo muy temible>>. Leyó en el bocadillo que había sobre un dibujo con un primer plano del vigilante de Gotham. <<Los nombres a veces no reflejan cuán peligroso es un enemigo. ¿Quién temería a un “Pingüino”?  Te garantizo que es un ser digno de serlo>>. Los globos de texto seguían hablándole mientras las viñetas se suceden. Batman abandonaba el manicomio en su batmovil a una velocidad endiablada. Óscar cerró de golpe el cómic. —¡Dios!— Exclamó.

Estaba tan obsesionado con aquel desgraciado, que le estaba afectando. ¿No sería un golpe mal dado? Uno que le había desencajado alguna pieza dentro de la cabeza, y se estaba quedando tonto, tonto del todo, de los de verdad, de los que tenían que llevar un babero para recogerles la saliva que no eran capaces de tragar por si solos. No, no seguro que no, solo estaba cansado, dolorido y cansado. Mejor sería dormir y descansar. Lo bueno es que mañana era viernes. Los viernes pasaban rápido, y luego dos días sin pisar el instituto, dos días sin tener que mirar hacia atrás, sin tener miedo.

 No, era imposible irse a dormir sin echar otra ojeada al cómic. Algo dentro de él le decía que tenía que hacerlo. Debía quedarse tranquilo, comprobar que aquello solo había sido una ilusión. Abrió el tebeo, la siguiente viñeta ocupaba dos hojas, no había texto, solo se veía una imagen cenital del batmovil penetrando por la entrada secreta de la batcueva. Usó los dedos con suma delicadeza para pasar la página. En la siguiente viñeta apareció Alfred —El mayordomo de la mansión Wayne— de pie, junto a la puerta entreabierta de la mansión,  con ese porte elegante y a la vez servicial. Óscar buscó con la mirada precavida el bocadillo que estaba junto al dibujo. Sentía miedo como si lo que fuera a ver allí escrito le pudiera quemar los ojos. Armándose de valor leyó.


—Buenas noches, señorito Óscar. El amo Bruce le recibirá en unos momentos. Si me permite acompañarle al salón. 


El cómic se dirigía a él. Alfred le estaba hablando a través de un tebeo, si no fuera porque estaba aterrado saltaría de alegría. Aquello era lo más, estaba siendo parte de una historieta de Batman, era lo mejor que le podía pasar a cualquier fan de cómics del mundo mundial y sin embargo estaba a punto de cagarse encima. Entonces, como si fuera parte del video musical de la canción de ese grupo tan de moda noruego, se vio transportado por la lectura a dentro del mismo cómic. 

Alfred encabezaba la marcha por un largo pasillo alfombrado. Caminaba sobre la alfombra más mullida que hubiera pisado en su vida. El pasillo era amplio, tanto que algunas calles eran más estrechas, de sus paredes colgaban cuadros con suntuosos marcos desde donde retratos de hombres con porte digno y expresión seria les observaban. El mayordomo caminaba con paso decidido, ni muy rápido, ni muy lento. En un momento dado el sirviente cambió el paso, como si diera un pequeño saltito, luego unos metros más adelante dió otro, una especie de cabriola alegre y completamente fuera de lugar. Aquello no cuadraba, —¿Alfred, el mayordomo de Bruce Wayne dando saltitos?— Entonces empezó a cuadrar, porque Alfred ya no llevaba sus zapatos de piel negra lustrada, los había cambiado por unos zapatones rojos de payaso. Todo se diluye, como si toda la escena estuviese pintada con acuarelas y una jarra de agua se hubiera derramado sobre ella. La pintura se iba, revelando la imagen subyacente, la realidad, era el truco malogrado de un mago de tercera. Las carcajadas le tronaron los oídos. Eran unas carcajadas insanamente contagiosas, de esas que te amenazan con partirte en dos, porque no vas a poder dejar de reír jamás. Óscar se descubrió atado a un sillón riendo, con lágrimas cayéndole por las mejillas riendo, riendo a carcajadas de una forma dolorosa. Pero no era el único que reía, frente a él encorvado, con las manos apoyadas en las rodillas, doblado por las carcajadas había alguien más. De súbito el ser encorvado dejó de reír y se irguió. Aunque ya no reía seguía teniendo una sonrisa dibujada en la cara, grotesca como la que se hubiera dibujado de un payaso con un Párkinson avanzado. De los ojos oscuros le nacían churretes negros, igual que raíces, destacando sobre la pintura blanca de la cara. 


—¡Calla!, deja de reír. Reír es algo muy serio, hombrecito—. Ordenó el Joker.


Óscar intentó dejar de reír, de veras que lo intentó, pero era incapaz de hacerlo. Las carcajadas seguían saliendo de él de forma dolorosa. El payaso se metió la mano debajo de su chaqueta morada. Cuando la sacó, en su mano enguantada en blanco se podía ver la empuñadura de una pistola. La mano siguió sacando la pistola, que no terminaba de hacerlo, pues tenía un cañón desmesuradamente largo y grueso. Era imposible que alguien pudiera llevar una pistola de ese tamaño oculta bajo la chaqueta, es más, era absurdo que existiera una pistola de aquellas dimensiones, parecía sacada de un dibujo animado, de un ¡Cómic!. Ese pensamiento llegó justo cuando el Joker le apuntó con el pistolón. Las carcajadas se le cortaron en el mismo instante en que el clic del gatillo sonó, activaría el percutor del arma que golpearía sobre el casquillo del proyectil que iba a salir disparado en un milisegundo hacia su cara.  Se oyó un ¡BANG! Óscar cerró los ojos de puro terror. Cuando los volvió a abrir, del cañón salía un hilo de humo blanco y una banderita con la onomatopeya impresa. 


—Así está mejor—. Dijo el payaso arrojando el arma con descuido al suelo.

De algún lugar de detrás de él apareció un hombre vestido con un pantalón negro y una camiseta de rayas horizontales blancas y negras, que también llevaba la cara maquillada, recogió el arma de juguete del suelo. En ese momento el Joker volvió a meter la mano debajo de la chaqueta para sacar otra pistola, esta vez de un tamaño más normal, disparó. El hombre de la camiseta de rayas cayó desplomado. El Joker miró el cañón humeante y luego miró fijamente a Óscar que temblaba de miedo.


—La risa es algo muy serio. Reír cuando no se debe es muy peligroso. Te lo digo por experiencia—. Arrastraba las palabras al hablar, como si las palabras le pesaran, como si tuviera alguna dificultad para pronunciarlas.  Entonces pensabas que era la rata con alas la que te había invitado a tomar el té, ¿verdad? ¿Óscar? ¿Por qué te llamas Óscar verdad muchacho? 

—Sí señor—. La voz le salió en un hilo, débil, casi inaudible.

—¿Sabes? No estoy acostumbrado a que me llamen señor, solo lo hacen cuando llevo esto en la mano—. Dijo y jugueteando con la pistola.

—Sí señor—. Volvió a decir Óscar de forma refleja.

En realidad no lo quiso decir, salió de su boca sin más. Noto algo caliente y húmedo que se le derramaba por las piernas, se estaba orinando.

—¿Lo ves?, nunca falla. A los locos siempre hay que darles la razón, ¿verdad, chico?. ¿VERDAD CHICO?—.

Se abalanzó sobre él poniéndole el cañón  aún caliente en la sien. Luego bajando la voz a un susurro le dijo al oído ¿No te lo enseñó tu mamá?

Óscar pudo olerlo. Olía a crema hidratante, era absurdo, a pesar del terror su olfato tuvo tiempo de entretenerse de informarle de que aquel demente olía bien. Estaba paralizado. No sabía si tenía que contestar o solo era una pregunta retórica. Optó por lo primero. 

—Sí señor—. Dijo en otro susurro.

—Bien, porque a las madres hay que hacerles caso, y además yo estoy loco. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! La rata con alas. ¿Por qué todos los niños sueñan con ser Batman? ¿Por qué? ¿Acaso no somos los dos unos pobres huérfanos traumatizados? ¿Es por sus juguetitos? ¿Tú lo sabes chico? ¿LO SABES?

Ahora sí estaba en un aprieto. Cómo decirle que nadie quiere ser un villano, que nadie admira a un loco psicópata que asesina y roba sin ninguna clase de escrúpulos, y si le decía que no lo sabía, quizás…

El Joker pone los ojos en blanco, se mete la mano que le queda libre de nuevo en la chaqueta. Saca otra pistola y comienza a disparar ambas armas como un poseso sobre el cadáver del hombre del suelo mientras grita —¡BATMAN, BATMAN, SIEMPRE BATMAN, MALDITO SEAS, MALDITO!

 Vacía los cargadores, tira las pistolas, como una exhalación se lleva las manos a la base de la espalda, de donde saca otras dos más y continúa disparando hasta que vuelve a vaciar los cargadores, mientras sigue gritando improperios contra el superhéroe de Gotham. Aun cuando se queda sin munición sigue accionando los gatillos un rato, hasta que se convence de que no vas a salir ni una sola bala más de ella. Las arroja con furia al muerto y mirando al muchacho le dice, entre jadeos — ¡Nunca se tienen suficientes balas, chico! ¡Nunca!

Un silencio incomodó llenó la estancia, la pareja perfecta para el olor a pólvora que se había quedado flotando en el aire. Óscar aterrado, sigue atado al sillón y observa al payaso casi sin atreverse a respirar, sigue paralizado por el miedo. El villano se pasa las manos enguantadas de blanco por el pelo teñido de un verde lima buscando recobrar la calma. Empieza a caminar en círculos y sin mirar a Óscar comienza a hablarle. 


—¿Sabes chico?. Tú y yo nos parecemos mucho. Hace tiempo yo era más o menos como tú. Sí, un pringado, un raro, una nenaza de la que todo el mundo abusaba. Hasta que un día me abrí como una flor en primavera, mi verdadera naturaleza brotó liberando mi verdadero ser—. Dijo con tono melodramático que apoyó haciendo como si bailara un vals.

El Murciélago de Strauss comienza a sonar.


 Los pasos de baile le acercan a Óscar que lo sigue con la mirada, es como si mirase a una avispa que revoloteara cerca de él, hasta que desaparece por detrás del sillón y lo pierde de vista. A los pocos instantes el payaso reaparece por su izquierda. Parece disfrutar de la música, tiene los ojos cerrados. De súbito se para en seco junto con la música, que lo hace un instante después. Levanta la mano derecha en una pose dramática mientras que con la otra finge protegerse los ojos y declama— ¡Siempre el maldito murciélago! ¿Cuándo habrá un vals del Joker?—. Entonces se derrumba cayendo de rodillas y queda allí postrado por unos segundos. Unos aplausos grabados suenan. Se vuelve a hacer el silencio tras la aclamación y gira la cabeza hacia el muchacho. Comienza a acercarse a gatas, con una mano se aparta un mechón de pelo verde y sudoroso de la cara. Pasa por encima del cadáver de la camiseta de rayas, sin prestarle la más mínima atención hasta que queda justamente a los pies de Óscar. Entonces ve con horror como los guantes del Joker se impregnan con los orines del suelo. El villano se levanta con sorprendente agilidad de un salto y sujeta la cara de Óscar con las manos empapadas de orina. 


 

—¿Lo sientes chico?, ¿lo hueles?

Las manos le apretaban la cara con fuerza. 

—Sí, señor—. Contestó Óscar que había empezado a llorar de puro pánico.

—Es el olor de la vergüenza. La vergüenza no es divertida, la vergüenza me hace sentirme mal, la vergüenza me hace recordar y tú me recuerdas mucho a mí. No querrás que el tito Joker se sienta mal, ¿verdad Óscar?

Empezaba a doler, las manos le apretaban la cabeza como una prensa hidráulica y parecía que se la fuera a aplastar. —¿VERDAD ÓSCAR? ¿VERDAD?

Las escleróticas del payaso se cubrieron con multitud de capilares rojos y brillantes como ríos de lava que manaran de aquellos volcanes negros en que se habían convertido sus ojos.

—Verdad, señor—. Dijo Óscar que ya lloraba a moco tendido, presa del dolor y del más puro y profundo pánico.

—MÁS FUERTE, NO TE OIGO BIEN CHICO.

—¡VERDAD SEÑOR! ¡VERDAD!.


Sus propios gritos le despertaron. Estaba en una posición inverosímil, de rodillas con la cabeza encajada entre la pared y el larguero de la cama. Le dolía la cabeza y sentía el lado derecho de cara irritada de haber estado rozándola contra la pared en su absurdo afán de introducirla entre la cama y la pared. Había mojado la cama, estaba empapado sentía las piernas pegajosas. Cuando movió las ropas de la cama para salir de ella un olor cálido a pañal usado le abofeteó. No recordaba haberse orinado en la cama jamás, quizás de muy pequeño lo habría hecho, pero si fue así no le quedaban recuerdos. La vergüenza entró en su habitación un segundo antes de que su madre entrara asustada. En un acto de reflejo e infantil Óscar intentó ocultar la cama mojada cubriéndola con el edredón. Su madre obvió el detalle y fue hacia su hijo que rompió a llorar solo notó el abrazo.


A los pies de la cama el cómic yacía abierto. Una ilustración a doble página mostraba un primer plano de la cara del Joker con los ojos muy abiertos e inyectados en sangre. Era la mirada de un enfermo mental, de un loco, de uno muy peligroso. 







Por fin era viernes. Los viernes eran sus días favoritos, en los viernes coincidían varias circunstancias que los hacían los mejores días de la semana, muchos más que los sábados o los domingos. Eran los últimos días de la semana en que había clases, pero eso no era lo mejor, lo mejor era que los viernes el Rebo y compañía rara vez aparecían por el instituto más de una hora o dos. El turno vespertino terminaba a las 9 y muchos de los alumnos aprovechaban para salir. El Rebo y sus secuaces empezaban la juerga mucho antes y eso era magnífico para Óscar, porque eso significaba un día de tranquilidad, de no tener miedo.


A primera hora había tocado biología, era de sus clases favoritas. Su ilusión era ser médico, aunque no se veía capaz de conseguir la nota de corte necesaria, según creía estaba alrededor del sobresaliente, así que se conformaría con ser DUE como se llamaban ahora a los ATS de toda la vida. Además para ser sincero, en su ciudad no había facultad de medicina e ir a estudiar a otra le parecía aún más complicado que conseguir la nota para ello; sus padres no lo aceptarían, era demasiado para su economía, la hucha de la universidad no tenía tanto fondo.

La hora pasó volando entre leyes mendelianas y guisantes. Ahora había que cambiar de aula, tocaba dibujo técnico. Era un alivio poder caminar por los pasillos sin temor. Fue hasta su taquilla para recoger los útiles de dibujo y para otra cosa. Para una cosa absurda, algo que nadie más que él podría justificar o entender. 

Había salido de casa sin mochila, como supuso y confirmó más tarde con el recado que Ángela le había dejado en el contestador del teléfono, sus cosas estaban en la taquilla. Así que usó una discreta carpeta de gomas elásticas y metió el cómic entre unos inocuos e inocentes folios en blanco y lo sacó de casa.

 Toda la mañana había estado dudando entre volver a echarle una ojeada o simplemente hacerlo añicos y tirarlo por el váter, para olvidar aquella horrible pesadilla, porque es lo que sin duda había debido ser, o eso quería creer. Aunque cuando el cómic empezó a hablar no estaba dormido, porque cuando el reflejo del espejo del baño le habló no lo estaba tampoco, o tal vez todo hubiera sido un sueño y ahora estuviera mezclando realidad con ficción ¿Verdad?. Al final había sucumbido a la curiosidad y se había llevado el cómic oculto en esa carpeta para mirarlo tranquilamente, lejos de los ojos de su madre. La pobre, preocupada no había dejado de atosigarlo toda la mañana después de que hubiera mojado la cama. ¡Dios!, se había meado en la cama con casi 17 años, era para echarse a llorar. Realmente se preguntaba cómo no estaba haciéndolo en un rincón de su cuarto en vez de estar yendo por el pasillo del instituto como si no pasara nada. Abrió la puerta del armario metálico, allí estaba la carpeta de gomas elásticas y dentro de ella, entre unas hojas de papel, el payaso.         


—Hola, Óscar—. Saludó Ángela.

Óscar respingó asustado. 

—¡Ah! Hola, Ángela. Gracias por guardarme la mochila en la taquilla. Tuve que irme porque…—. Le temblaba la voz y las manos. 

—Perdóname tú por haberte asustado y no hace falta que me las des, ni hace falta que me des explicaciones.

En la cara de la chica estaba escrito: No es necesario que digas nada, ni que te inventes alguna historia, todos sabemos que pasó. 

—¡Oh no!, bueno un poco. Vale, gracias. Oh vaya te estoy dando las gracias otra vez—.

Óscar intentaba no tartamudear mientras luchaba por controlar el temblor de sus manos y que el color de sus mejillas regordetas no pasara del sonrosado saludable al bermellón acusador de, te estás poniendo colorado como un tomate porque te gusta Ángela. Claro que le gustaba Ángela y más en momentos. Así, cuando era como un ángel. No podían haberle puesto un nombre mejor. 

—Creo que deberías hablar con alguien, con el jefe de estudios o algo. No está bien lo que te hacen, no deberías permitirlo más. 

—Sí, sí tienes razón, aunque no creo que cambie nada, y quizás lo empeore. En realidad lo sabe todo el mundo, y ya ves que no hacen nada, además ya se les pasará. Gracias Ángela, ojalá todos fueran como tú. Bueno, se hace tarde mejor me voy a clase. A mí me toca dibujo.

En ese mismo instante la campanilla sonó por los altavoces anunciando que las clases iban a empezar. Tenía justo 5 minutos hasta al próximo toque que sería con el que empezaría la segunda clase de la jornada. Óscar tomó  sus reglas y el estuche con los rotuladores técnicos, sin dejar de mirar la carpeta de gomas, era como si tuviera algún poder magnético, le costaba separarse de ella. 


El proyectil llegó volando desde el fondo del pasillo, iba directo a la cabeza de Óscar. El muchacho se movió unos centímetros al hacer el gesto de cerrar la taquilla, dejándole el camino libre para estamparse en la frente de Ángela. El mundo pareció ralentizarse en ese momento, como si en la moviola de la vida, Dios hubiera seleccionado la opción frame to frame. El huevo estalló al golpear la frente de Ángela, que abrió desmesuradamente los ojos. Sintió el golpe, a la vez que la cáscara saltaba hecha añicos liberando clara y la yema que comenzaron a resbalarle por el rostro, sin ser  consciente de lo que le había golpeado. Un milisegundo después llegaron las carcajadas. El Negro, el Chino y el Rebo se partían de la risa unos metros más allá. Otros dos obuses llegaron justo después, pero las carcajadas hicieron que erraran el tiro y terminaron impactando en la puerta de la taquilla. Acto seguido los tres gamberros desaparecieron corriendo por el pasillo.


Un silencio sepulcral sucedió a las risas, luego de un momento Dios volvió a 24 fotogramas por segundo y el mundo pasó a discurrir a su velocidad habitual. Se formó un corrillo de mirones alrededor de ellos. El aire se llenó con murmullos, con expresiones de sorpresa y de alguna risa, que intentaba ahogarse entre las manos de su dueño falto de tacto. Al poco el corrillo se deshizo una vez satisfechas las ansias morbosas. La campanilla iba a volver a sonar y la segunda hora de clases iba a dar comienzo, además allí ya no había nada que ver. 


—Ángela. ¿Estás bien? 

Qué tontería de pregunta ¿Cómo iba a estar bien? Le acaban de tirar un huevo a la cabeza. Un huevo que iba dirigido a él. Por su culpa le habían hecho eso.

Mientras todo eso pasaba por su cabeza se hurgaba en los bolsillos buscando un pañuelo de papel para intentar limpiarle el huevo que le chorreaba desde el pelo.

—Sí estoy bien, no te preocupes, solo es un huevo—. Dijo Ángela mientras se adelantaba sacaba un paquete de pañuelos de su bolso. Le brillaban los ojos, dentro de ellos se licuara roca. Tengo que ir al baño a quitarme esto. Nos vemos luego. 


A Óscar no le dio tiempo de decir —hasta luego— cuando Ángela ya había desaparecido camino a los baños de chicas.

 De nuevo se encontraba allí plantado como un pasmarote, mirando los restos de los huevos que habían impactado contra las taquillas, sin saber muy bien qué hacer. Miró las reglas y el estuche que sostenía en una mano. Le resultaron extrañas como si fuera la primera vez que las veía, como si por alguna razón fueran unos objetos que estuvieran fuera de lugar, como si él mismo estuviera fuera de lugar y esa no fuera su realidad. Aquello parecía los retazos de un sueño y aún dudaba de qué era la verdad y qué no. La imagen de la carpeta de gomas elásticas entró en su mente. Lo hizo de forma absoluta y sorpresiva. Fue como en una riada, la imagen lo llenó todo, en su mente no quedó espacio para ningún otro pensamiento. Necesitaba mirar el comic, por alguna razón incomprensiblemente cierta lo necesitaba leer. En sus páginas iba a encontrar algo que le iba a ayudar a superar todo esto. Volvió a abrir la puerta metálica y sacó la carpeta con la otra mano mientras sujetaba las reglas y el estuche con las rodillas. Luego corrió a la clase de dibujo, la campanilla de segunda hora estaba sonando.  







Abrió la puerta de la clase, donde la profesora había comenzado a trazar líneas con una tiza en el encerado verde. Óscar aprovechó que estaba de espaldas y se escabulló hacia una de las mesas del fondo. Era un aula grande, la puerta quedaba en la pared contraria a la pizarra, por lo que sería más fácil pasar desapercibido. No quería que le cayera una bronca por llegar tarde. Ruth Izcuberry era una profesora que no toleraba la impuntualidad, como no toleraba los borrones en los exámenes de dibujo técnico. Afortunadamente las mesas del fondo estaban vacías y el tablero inclinado sería perfecto para poder mirar el cómic sin ser descubierto, ya conseguiría los apuntes de cómo calcular el arco capaz. La verdad es que podría haberse saltado la clase, pero era mejor estar en clase, a salvo que solo por ahí y que esos lo volvieran a pillar. 


Dejó las reglas y el estuche a un lado de la mesa, colocó con un cuidado casi reverencial la carpeta en el centro, justo delante de él. Supuso que los archiveros e historiadores sentirían algo parecido cuando tuvieran delante un manuscrito antiguo y quebradizo. Abrió la carpeta retirando las gomas. El sonido de los elásticos golpeando las cubiertas de cartón de la carpeta se le antojó estruendoso, tanto que incluso miró para asegurarse de que nadie lo miraba con el típico gesto de reprobación en la cara.

Afortunadamente nadie lo hizo, todos estaban mirando hacia la pizarra, tomando notas intentando seguir el ritmo de la profesora, que dibujaba de forma casi mágica, circunferencias con la ayuda de un trozo de cuerda y una tiza, mientras hablaba de ángulos, radios y puntos A, B y C. Abrió el tebeo por una página al azar. Las viñetas parecían las de un cómic como otro cualquiera. En esa página Bruce Wayne estaba en lo que parecía una fiesta con gente importante de la ciudad de Gotham. Óscar sintió como una mano grande y fuerte le oprimía la garganta. Allí no había nada, nada, nada más allá que lo que debía haber, hojas cargadas de color que contaban una historieta sobre superhéroes. Se sintió tonto, más de lo acostumbrado. De forma inconsciente empujó el tablero de pura frustración. Las patas del pupitre se desplazaron por el suelo arrancando un sonido afilado y desagradable que le taladró los oídos.   


—Señor Óscar Ruiz. Si quisiera compartir con el resto de la clase lo que sea que está haciendo le estaríamos muy agradecidos. Porque no solo entra tarde y a hurtadillas en mi clase, sino que se dedica a hacernos perder el tiempo interrumpiéndola. Si estoy equivocada, le ruego que por favor, salga a la pizarra y demuéstrelo explicándome a mí y a sus compañeros cómo se calcula el arco capaz de 60º de este segmento—. Dijo la profesora de dibujo tendiéndole la tiza desde la otra punta de la clase. 


Automáticamente todas las cabezas de la clase se giraron hacia él. Todas se giraron con la risa cruel prepara en la recámara, los veía, sabía lo que estaban pensando era el hazmerreír del instituto, y esa no dejaba de ser otra oportunidad para volver a burlarse de Óscar el gordo, Óscar el inútil, el que siempre quedaba el último en las pruebas de gimnasia, el raro que siempre andaba leyendo cómics y escuchando heavy, el friki. 


—No, no está equivocada—. Reconoció Óscar mientras cerraba el cómic y lo cubría con unos folios. 

—Bien, pues le insto a que preste atención y se abstenga de interrumpirla más.— La profesora se giró para continuar con la clase. 


La risa del Joker sonó en su cabeza. Una risa de esas que se contagian irremediablemente, de esas que te hacen reír sin un motivo concreto, por la que ríes y ríes de forma espasmódica hasta que terminas llorando, hasta que te duele la tripa. Óscar no quería, pero tenía que reír, era una necesidad fisiológica, como estornudar, si no lo hacía le iba a reventar la cabeza. Las carcajadas brotaron de él como vómito, resonando por la clase.

Otra vez, todos se giraron a mirarle, aunque esta vez en sus caras no ocultaban maldad, sino una mezcla entre asombro, extrañeza y repulsión, excepto en la de Ruth que simplemente había indignación y enfado. 


—Salga de mi clase señor Ruiz. ¡Salga inmediatamente de mi clase!.  


 Óscar intentó explicar que no podía parar, que no quería reír, pero no podía articular palabra. Reía y reía con las lágrimas cayéndole por las mejillas, mientras recogía sus cosas para salir de la clase, y sentía la desesperación de no poder parar. Salió de la clase lo más rápido que se lo permitieron los espasmos de las carcajadas. Cuando cerró la puerta tras de sí, la voz del Joker aún entre carcajadas intentaba hablarle. 


—Ay, ay. Lo siento chico Ja, ja, ja. Pero es que no puedo parar de reír. Es todo tan gracioso, que no puedo parar Ja, ja, ja.

—No sé qué ves tan gracioso—. Se atrevió a contestar Óscar con un pensamiento, sin necesidad de haber articulado ninguna palabra, aunque por otra parte no hubiera podido hacerlo.  

Las carcajadas retumbaban haciendo eco en los pasillos vacíos.

—Te has creído que soy un cómic, que soy el Joker. ¿De verdad Óscar?

Las carcajadas poco a poco se iban calmando, como una riada que pierde caudal y termina remansándose.Óscar sintió vergüenza, enfado consigo mismo. 

—No sé quién o qué eres. No sé si me estoy volviendo loco. Pero sé lo que vi, luego pensé que había sido un sueño, ahora ya no sé nada. 

Andaba sin un rumbo fijo por los pasillos desiertos, donde solo se oía el sonido de sus pasos y el murmullo que llegaba de detrás de las puertas de las aulas donde seguían las clases. Lo mejor sería ir a echarse agua a la cara, lavarse los ojos que se le había quedado irritados de las lágrimas, despejarse la cabeza.

—Yo soy tú, Óscar—.  Dijo el Joker con voz seria. 

—Eso es imposible—. Porfió el chico que no entendía nada y continuó — ¿Cómo vas a ser yo? 

Los últimos metros que le faltaban hasta llegar a los baños los hizo corriendo. Arrojó la carpeta, las reglas y el estuche y se abalanzó sobre unos de los lavabos abriendo el grifo a tope. Formó un cuenco con las manos, que se llenó de agua helada y hundió el rostro en ella. Repitió el gesto una y otra vez de forma compulsiva, como si de alguna manera esa agua fuera a borrar aquella voz de su cabeza, como si eso que le hablaba se fuera a ir con ella por el desagüe.

—Sí, Óscar somos nosotros. Eres tú mismo, una parte profunda de ti, de tu personalidad que está saliendo a la superficie para salvarnos, para que hagas algo. Le has dado la imagen de Joker porque tu mente ha buscado un armazón, una imagen que pueda sustentarse, encarnarse de alguna forma, pero en realidad somos un solo todo. 

La voz de supervillano fue perdiendo su timbre chillón e histriónico y poco a poco se fue modulando por unos filtros de una mesa de mezclas imaginaria hasta que sonó como su propia voz. 

— ¿Lo ves Óscar? Somos nosotros.

Entonces alzó la cabeza del lavabo y se miró al espejo y vio allí su propio reflejo. Su cara regordeta de hombre a medio terminar chorreando de agua, ese mechón del flequillo que siempre le caía sobre el lado izquierdo pegado a la frente. Se miró a los ojos y lo vio, lo vio con claridad. Allí estaba su otra parte, su otro yo. Era una sensación reconfortante, la misma de cuando por fin ves el puzzle acabado. Se estaba viendo como nunca antes se había visto, se estaba viendo completo. 






Eran las 21:30 de la noche y los alumnos del turno vespertino salían a tropel del instituto. Óscar fue en busca de Ángela. Quería ver cómo estaba después de lo del huevazo en la cabeza, y esa tarde no habían vuelto a coincidir.

Ángela bajaba las escaleras de la puerta principal del Luis de Góngora, acababa de despedirse de unas compañeras que tomaban otra dirección y en cuanto vio a Óscar se acercó a él. 


—Hola, Ángela ¿Cómo va la cosa?—. Saludó Óscar.

—Bien ¿y tú, cómo estás?.       

En la respuesta el muchacho detectó el mensaje oculto,—No me preguntes por lo del huevo— Así lo hizo entonces, olvidó el tema y decidió dirigir sus preguntas a temas más banales.

—Yo también estoy bien ¿Vas para casa? ¿Te importa que te acompañe?

—No, no me importa, al contrario. 

El instituto no estaba lejos de su barrio, 20 minutos a buen paso y estarían en sus respectivas casas sentados a la mesa delante de sus cenas. 

—¿Tienes examen de Física la próxima semana?—. Terció Óscar, intentando buscar un hilo para poder enhebrar una conversación, romper el silencio que se había instalado entre ellos que ya empezaba a resultarle incómodo.

—Sí—. Contestó la chica—. Tenía pensado ponerme a estudiar esta noche un rato antes de acostarme. 

—Yo debería hacerlo, pero me da mucha pereza. Mejor lo haré mañana por la mañana o por la tarde, ya veremos.

—Mañana por la tarde tenía pensado ir al cine con unas amigas. Podías venir.

Ángela le sonreía mientras esperaba la respuesta.

—¿Mañana? ¡Ah! No sé, sí, no, bueno, es una buena idea. ¿Qué película vais a ver?—. Preguntó Óscar intentando no tartamudear, como si en realidad importase. Iría a ver una película iraní en versión original.


Unos metros más allá, en un banco del parque que había tras las verjas del instituto, el Rebo, el Negro y el Chino estaban haraganeando como de costumbre, mientras fumaban unos porros y bebían unas litronas. 


—Mirad. El gordo tiene novia—. Dijo el Negro apurando el resto de una litrona, luego escupió al suelo.

—Es la mojigata esa. La que estaba en la taquilla y se llevó el huevazo, Ángela creo que se llama—. Confirmó el Chino que era el único de los tres que estaba sentado.

—¿Estás celoso Chino?—. Comentó el Negro que empezó a desternillarse de risa. 

Los tres comenzaron a reírse. 

El Rebo dió la última jalada a la colilla del porro y anunció con voz solemne — Vamos a que nos la presente—.  

—Pasa Rebo—. Apuntó el Negro. Déjalos en paz, anda. 

—¿Ahora eres amiguito del gordo?

—No es eso, es que parece que no lo puedes ver, como si te hubiera hecho algo. Ya le hemos dado caña esta tarde. En el fondo me da un poco de pena del chaval. 

—Vaya, nos ha salido un alma caritativa, pues quédate aquí. Vamos Chino. El Negro se ha vuelto marica. 

—Que te jodan Rebo—. Le contestó a la vez que le sacaba el dedo corazón de la mano derecha haciéndole una peineta.

—Que te jodan a ti—.

El Rebo pareció masticar las palabras. Se abalanzó sobre su compinche agarrándolo por la pechera de la sudadera —. No marica, te vas a joder tú, pedazo de mierda.

El color cetrino de la piel, que le daba el mote al Negro, pareció palidecer a la luz de la farola del parque. La cara de los dos chicos se quedaron muy juntas. Los ojos del Rebo tenían las pupilas dilatadas como dos cañones a punto de disparar. 

—¿Quién se va a joder en marica? ¿Quién?

—Yo Rebo, yo—. Asumió el Negro apartando la mirada e intentándose zafar de la presa.

El Rebo lo empujó haciendo que se sentara de golpe en el banco.

—Quédate ahí quieto, marica.  

 

El Chino, que iba hasta las cejas de hachís y cerveza, miró al Negro con una sonrisa burlona, siguió al Rebo que ya se iba en busca de su pardillo favorito.







 Lo vio en los ojos de Ángela antes de poder verlo con los suyos. Algo no iba bien. Lo primero que pensó fue que aquella mirada era una especie de broma. Ángela le estaba poniendo esa cara porque se burlaba de él, hacía una imitación de la que se le había puesto cuando ella le había invitado al cine. Sí, debía ser una cara un poco como la que estaba poniendo ella, de espanto.

Eso había sido lo más parecido a una cita que había tenido en su vida y la sola idea de ir al cine con Ángela hacía que casi se meara en los pantalones. Pero no, Ángela no se estaba burlando de él. Entonces lo comprendió y giró la cabeza para ver la realidad. Allí estaba el Rebo a unos pocos metros, se acercaba como esa mirada lobuna, casi relamiéndose. Era justo la situación opuesta, justo la antítesis, uno bajaba a sus infiernos particulares mientras el otro, subía a su paraíso privado. 


—Hola, gordo. ¿No me presentas a tu novia? Pensaba que éramos amigos.

—Para Rebollo. Deja a Óscar en paz, déjanos en paz a los dos—. Dijo Ángela interponiéndose entre los dos. 

Óscar estaba paralizado, como un conejo a punto de ser convertido en una mancha roja y peluda sobre el asfalto por un camión de 18 ruedas. Por alguna razón su mente se había quedado en blanco excepto por un pensamiento, una idea que reverberaba por él como un gorrión atrapado en una habitación sin ventanas. Ángela no había negado que no fuera su novia.

—Tú no te metas. Mejor vuélvete al convento de donde has salido—. Advirtió el Rebo empujándola para apartarla de su objetivo. 

El Chino reía haciendo bueno su mote. Los ojos se le habían convertido en dos ranuras en la cara.

—Te metes con Óscar porque sabes que no es rival para ti. Eres un cobarde. A mí no me vuelvas a tocar, chulo de mierda.

El brazo derecho de Ángela salió disparado como un resorte a la velocidad de un obús. La mano abierta impactó con un sonoro ¡Plas!, en la cara del chuleras. La tez lechosa del Rebo se encarnó de rojo y la mano de Ángela se le silueteó en la mejilla. Dolía, escocía, casi tanto como cuando su padre le azotaba con la correa borracho. El golpe lo confunde y por un instante pierde la noción de la realidad. Siente calor, mucho calor, lo han empujado desde su edén y ha caído en el averno. Aquel guantazo le ha recordado lo que es, aquella maldita zorra mojigata ha descubierto su secreto. Eso que lleva ocultando desde siempre bajo capas y capas de actitud y violencia. Los ojos del Rebo lagrimean, el calor ha subido desde su interior y ahora le arde la cara. Los ojos parecen que le fueran a reventar como si fueran burbujas en la colada de un volcán. Aprieta los puños hasta clavarse las uñas en las palmas. 

—Te crees muy lista ¿verdad?. Sabes que si te pego tendré todas las de perder. ¿Verdad zorra? Te crees que me puedes engañar. Solo quería jugar un poco con este pedazo de mierda—. Dijo señalando a Óscar que seguía paralizado sin mover un músculo ni articular una palabra—. Pero te has tenido que hacer la heroína y ahora tu novio lo va a pagar por ti, puta. 


El chino había dejado de reír, mágicamente el subidón de porros y cerveza había desaparecido. 

— ¡Chino sujétala!—. Ordenó voz en grito.

El compinche se quedó mirando a su líder, pero no se movió.

—¡Qué la sujetes, hostias!—.

Vuelve a gritar mientras se lleva una mano al bolsillo trasero de los vaqueros y saca una navaja que abre con un giro de muñeca.

No es un arma letal, pero es un cuchillo. El Rebo no es más que un niñato de 17 años que lleva una navajita para cortar hachís y robar a los chicos más pequeños del instituto. Pero en sus mentes aquello era algo muy peligroso y temible, algo que otorgaba poder, el poder del miedo.  


Todos miran la hoja de la navaja que destella a la luz de las farolas. De repente el mundo parece haberse detenido, no existe nada más que ellos cuatro y aquella hoja puntiaguda, pulida a la que las farolas están arrancando brillos. A Ángela le gustaría gritar, pero no le sale la voz del cuerpo. El Chino se ha colocado entre ella y el Rebo. Los ojos rasgados del Chino la miran con determinación, no la toca, pero tampoco la va a dejar moverse de allí. —Será mejor que te estés quieta, las cosas ya solo pueden empeorar—  No se lo dice con palabras, pero es el mensaje que le transmite, en realidad también está aterrado.

—Óscar, no tienes buen ojo con las mujeres. ¿Has visto lo que me ha hecho tu putita?

A Óscar las palabras le llegan como balas disparadas a través de una almohada. La navaja se mueve de un lado a otro como la flauta de un encantador de serpientes y él solamente puede seguirla. Quiere hablar, quiere suplicar, pedir clemencia, pero no puede. La costumbre, la adaptación al medio le había enseñado a permanecer quieto, hecho un ovillo y esperar a que pasara. Esa era la respuesta que resultaba más conveniente, dejar que se cansara. Lo había visto en los documentales, algunos animales optaban por hacerse los muertos cuando eran atacados por un depredador. Eso era lo que lo había salvado hasta ahora y era lo que lo salvaría una vez más.

Un rayo de luz rebota en el metal pulido de la hoja de la navaja del Rebo, viaja directamente igual que una saeta hacia una de las pupilas de Óscar, deslumbrándolo. El conejo que va a ser convertido en puré rojo reacciona, algo en su cerebro se activa, en su cabeza se oye el crujido de una articulación embotada al flexionarse.

—A la derecha, chico. Muévete a la derecha. ¡Ya!

Era la voz de Batman, seca y autoritaria. Óscar obedece de forma refleja. Algo en las profundidades de su mente ha tomado el control de forma autónoma, sin necesidad de pasar por los infinitos nódulos neuronales para conformar la voluntad. Se mueve esquivando el tajo que pasó muy cerca de su torso.

—No te muevas gordo, no te va a doler mucho. Tienes que pagar lo que ha hecho tu zorrita. No sabes tenerla atada y me ha mordido. Ahora tienes que pagar, gordo.


El Rebo se abalanza sobre él. Los dos caen al suelo. Ahora es el Joker quien se está desternillado de risa en la cabeza de Óscar. Afortunadamente al Rebo se le escapa la navaja de la mano. Óscar queda en el suelo boca arriba, forcejeando con el Rebo que se ha aupado sobre él,  colocándose a horcajadas sobre su barriga. Tantea el suelo buscando la navaja. Le lanza puñetazos, Óscar desesperado intenta bloquearlos protegiéndose con los brazos. El matón está como loco, la pérdida de su arma le ha enfurecido aún más. Le grita, le insulta, la rabia que siente hace que la saliva le escape de la boca y lo salpique. Óscar sigue oyendo las risotadas del payaso, que entre carcajadas logra decirle —Coge esa piedra y machácale la cabeza. Óscar, machácale la cabeza. No pares de machacarle la cabeza hasta que sea pulpa ja, ja, ja Es nuestra venganza, es lo que queremos, porque la venganza es lo más divertido chico, y tiene que pagar todo lo que nos ha hecho ¿Verdad, chico? ¿Verdad, chico? ¿VERDAD?—. La voz vuelve a cambiar y se reconoce a sí mismo, como hacía un rato en los baños, como se había visto en el espejo. —Coge esa piedra y machácale la cabeza. Vamos, machácale la cabeza—. Una paz le embarga, estaba ascendiendo desde el infierno al paraíso, tenía la llave de sus puertas, una llave de piedra.


La vio por el rabillo del ojo. Un poco más allá, había un pedazo del granito de un arriate que parecía suelto. Efectivamente lo está. Estira el brazo, hasta que las yemas de los dedos notan su canto filoso. Únicamente tiene que tirar de él. La inercia y el peso hacen el resto. El cascote se estrella contra la cabeza del Rebo. El sonido del hueso al partirse es húmedo y seco al tiempo, como pulsar la tecla del punto y final. Aunque no iba a ser el punto y final, solo es un punto y seguido, aquel único golpe era demasiado poco, demasiado para compensar todos los abusos, las patadas, las humillaciones; no, aquel golpe solo iba a ser el primero de muchos. El Rebo cae como un saco, como una marioneta al que le cortan los hilos. Óscar se lo saca de encima y sigue golpeándole, ríe, ríe a carcajadas.  Tenía razón, el Joker tenía razón, aquello era lo más divertido, lo más divertido del mundo. Había olvidado esa  sensación, su mente la había borrado, la sensación de libertad, de poder, de no tener miedo, de ser él, solo él. 

Ahora los que se quedan como liebres deslumbradas son Ángela y el Chino, que comienzan a gritar horrorizados, pero no se atreven a hacer nada más. 

Paró cuando la mano del Negro lo agarró. El Negro, aquel “marica cobarde”  le acaba de salvar la vida a su macho alfa, aunque no puede evitar que a partir de aquella noche jamás volvería a mover nada más que no fueran los ojos.

 

FIN