La gota de
morfina primero cayó y luego descendió junto a las demás por la sonda esperando
su turno para entrar en el torrente sanguíneo del misionero. Sólo aquella droga
podía calmar el tremendo dolor que sentía, la droga y las visitas de aquella
enfermera. La chica le aseaba y le afeitaba cada vez que lo necesitaba, pero
también su sola presencia hacia que su alma atormentada por aquellos demonios
negros tuviera una tregua. Siempre llegaba temprano apenas amanecía y siempre
tras ella aquel resplandor dorado que la hacía parecer un ángel..
A medida que
el padre se recuperaba quiso saber más de aquello que le atormentaba. Siempre a
escondidas de las hermanas la muchacha, le explicó que ella ya había visto
antes lo que le pasaba. En su poblado conocía más casos de lo que Ikú podía
hacer. No en vano su abuela fue su último chamán. Los tiempos cambiaban. La
misión trajo médicos y vacunas y la autoridad de los chamanes empezó a decaer y
aunque la medicina del hombre blanco era más efectiva contra los males del
cuerpo, nada podía hacer contra las enfermedades del alma, contra Ikú. Los
médicos de la misión jamás lo reconocerían.
Aquel demonio le había corrompido de tal forma
que su alma estaba luchando por no ser arrancada de su cuerpo. Sólo su fe podía
salvarla. Sólo Dios podía luchar contra aquel demonio. También le explicó que
el aura que veía sobre ella no era otra cosa sino uno de los efectos de ese
mal. Él se hallaba entre dos mundos, sus ojos podía ver el pecado, el mal o la
ausencia de él en las demás personas. Esa aura se ennegrecería en función del
grado de maldad de su portador. Así nos presentábamos ante Dios, así emitía su
juicio y así se abrían las puertas del cielo o del averno. Y ahora él podía
verlo.
Aquella era
la terrible certeza. Su cuerpo podría mejorar pero su alma era otra cosa.
Efectivamente
la mejoría se produjo y su cuerpo poco a poco volvió a rellenarse de carne. Un
día sin previo aviso la joven enfermera simplemente no volvió.
¿Dónde estaba
su ángel?. Angustiado preguntó por ella a cualquiera que se acercaba a su
lecho. Pero nadie le dio una respuesta, sólo le decían que descansara, que la
fiebres que había tenido habían sido muy altas, que había delirado en sueños,
que no había ninguna enfermera de esa edad trabajando allí.
Pero él la
había visto, de hecho seguía viendo las auras envolviendo a todas las personas,
unas azuladas, verdosas otras. No se atrevió a comentar aquello. Se dio por
vencido y no hizo más preguntas. No habían sido las fiebres, un ángel había
venido a visitarle y eso nadie podría negárselo. Desde entonces la oración y la
morfina fueron sus únicos consuelos.
Una mañana
fue a visitarle una hermana, ya entrada en años con profundos surcos alrededor
de los ojos y habito blanco, rodeada de
destellos anaranjados, una de las responsables del hospital.
-Padre,
gracias a Dios ha mejorado de sus fiebres. Aquí poco podemos hacer más por
usted y como bien sabe no andamos sobrados de camas. El obispado me ha
autorizado para que organice su traslado a España, donde podrá seguir su
recuperación para volver a ser útil a la comunidad. El Señor tiene planes para
usted, pero no en África.
Volvió y se
repuso o al menos eso parecería. Le fue asignada una parroquia, su sacerdocio y
su vida continuaron. De aquella experiencia en el continente negro sólo
quedaron pesadillas que lo siguieron atormentando, su facultad de ver el pecado
y su adicción a los calmantes. Ocultó las tres y rezó. Había rezado durante
toda su vida hasta ese mismo día y había rezado con un fervor fanático esperando
que Dios le librara de ese demonio. Él todo lo podía y no abandonaría a su
siervo. Habría metido la mano en ascuas ardientes por Él. Él siempre vencía, pero
aquella criatura del infierno había regresado. Después de todos estos años había
regresado y lo había hecho a su propia casa, a la casa de Dios.
Todos esos
recuerdos y miedos se entremezclaban con el vómito del suelo de mármol y con el
de su sotana. Ikú estaba allí, había vuelto a por él.
- ¿Padre,
Padre se encuentra bien?
La voz llegó
lejana, amortiguada.
El sacerdote se
incorporó ayudado por el diacono, junto a él un corro de feligreses le miraban
con caras de sincera preocupación. Sobre sus auras violáceas flotaba un
murmullo; ¿Qué le ha pasado al Padre?, ¿estará enfermo? pobre hombre... Sonrió limpiándose
la boca de los restos de lo que había sido el desayuno con el envés de la mano.
No pudo
evitar sonreírse, qué ironía, eran como un enjambre de moscas africanas que
revoloteaban sobre del cadáver aún caliente de un ñu.
El fin había llegado
y de nada serviría…nada. No rezó. Durante todos estos años había temido a Ikú, durante
todos estos años había confiado en que Dios, su Dios le protegía, que le había enviado
a ese ángel, que le había salvado. Pero ante él tenía la prueba irrefutable de
su derrota.
Miró tras los
feligreses hacia una capilla con una talla de Cristo Crucificado. Los ojos le ardían
en azul, su cuerpo de escayola se había ennegrecido y por sus estigmas también asomaban
lenguas de fuego azulado que bailoteaban lamiéndole el cuerpo.
Algunos
fieles se giraron mirando donde le sacerdote miraba con una expresión que jamás
habían visto en rosto humano. Tenía pintado el horror resignado de lo cierto y
seguro, de la verdad. Evidentemente ellos no podían ver nada.
La boca del Jesucristo
de escayola se abrió y un caño de lava azul salió directo hacia el cura. El
cuerpo del sacerdote se tensó como la cuerda de un violín hasta ponerse de puntillas
como si estuviera ejecutando un movimiento de ballet.
Sintió como la
fría garra de Ikú le arrancaba el alma.
FIN
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