Los huesos sintieron la humedad
salada que atravesó, el abrigo de lana azul y la camisa de popelín. Las mandíbulas
del invierno le rodeaban, como el gato que juguetea con su presa antes de
devorarla. Las suelas de cuero de sus zapatos rechinaron sobre el hormigón
despostillado del suelo. Las piedrecitas sueltas se hincaban azuzando a sus
durezas a morder cual perros rabiosos, haciendo de cada paso un calvario.
Pasó el dedo por la pantalla de
su teléfono que le mostró unos dígitos plateados 07:06 am /28-12-12 sobre un
fondo negro. Desplegó el menú y accedió al correo electrónico para consultar la
última entrada.
Tenía que presentarse a las 7:30
del día 28 en la aduana del puerto de Buélgar. Un barco había arribado llevando
en sus bodegas inmigrantes ilegales subsaharianos, que rescataron a la deriva
en alta mar; su barcaza había naufragado cuando se e dirigían a la costa. Más
de treinta, entre ellos dos niños.
Alzó la mirada y allí estaban las
rejas que cerraban el paso a la zona franca del puerto. Detrás de ellas se veía
el buque de casco negro y bandera de conveniencia, amarrado. De sus tripas salían
varias pasarelas como arpones que lo hubieran varado. Por una de ellas bajaban
varias figuras arrebujadas en mantas que en la distancia le recordaron a los
Jawas de Stars Wars. En tierra les esperaban las autoridades portuarias
acompañadas por la Guardia Civil y un hospital de campaña de la Cruz Roja. Lamentablemente
no era una inocentada.
De nuevo una ráfaga de viento le
arañó la cara con sus dedos helados. Volvió a sentir como el aire gélido
atravesaba sus ropas. Sintió vergüenza de si mismo. Hacia unos instantes se
hubiera quejado, pero viendo como llegaban aquellos hombres mujeres y niños comprendió
que él no podía saber lo que era el frio.
Algunos, los más afortunados, lo hacían
apoyados en los hombros del personal sanitario, los menos pesados, como los
niños, en brazos, otros que ni si quiera podían mantenerse en pie ,en camillas
que subieron a buscarlos y después estaban los que nunca verían el final de su
particular odisea, también en camillas pero bajo lo que parecía papel de
aluminio. Como sobras de un menú.
Luis no llegaba a entender que
locura les empujaba a meterse en el mar, en una cascara de nuez, en pleno mes
de diciembre. Sin duda tenían que estar desesperados. Pero por suerte el estaba
allí y al menos alguno de ellos vería cumplidos sus deseos.
Se encaminó al puesto de control
de aduanas. Allí había un funcionario del puerto y un guardia civil. El
funcionario debía lindar la edad de jubilación, estaba sentado a una mesa
consultando unos papeles y ni si quiera se percató de su llegada. En cambio en
guardia era un chaval que debía haber salido de la academia ese mismo año. En
su cara el acné todavía campaba a sus anchas. Cuando se acercó llevo su mano extendida
a la sien y saludo de forma marcial.
- Buenos días.
- Buenos días agente. Saludo Luis.
Por favor preguntaba por el teniente Alarcón.
- Lo siento el teniente Alarcón
está en estos momentos ocupado. Comento haciendo un gesto con la cabeza
indicando el desembarco. Si le quiere dejar nota o le puedo ayudar yo.
-Si ya veo, pero creo que me está
esperando. No podría comunicarse con él. Dígale que soy Luis y que vengo de
parte de Set.
Después de transmitir el mensaje
y recibir instrucciones por el walkie el joven agente le guio a través del
puesto aduanero. El funcionario seguía absorto en sus papeles y ni siquiera levantó
la cabeza. El puesto en si, eran varias dependencias que confluían en un
pasillo central. Todo tenía el aspecto frio e impersonal que tienen las
instalaciones estatales. Su destino fue una habitación que no tendría mas de 10
metros cuadrados completamente desnuda a no ser por una mesa cuadrada de tapa
de formica marrón y cuatro patas de hierro, que pedían a gritos un poco de
pintura, acompañadas de dos sillas en el mismo estado. Sólo había una rejilla, que
era aparentemente el único sistema de ventilación a parte claro esta; de la
puerta. Luis nunca había estado en una sala de interrogatorios pero desde
luego, eso era a lo que ésta se parecía. No sé por qué esperaba ver un flexo
sobre la mesa, pero no había absolutamente nada.
Se quedo allí sentado en soledad,
esperando una vez desaparecido el guardia civil novato. Sin nada más que hacer,
su mente comenzó divagar primero se acordó de Paula. Tendrían que llevar a la
niña a algún especialista. Dejarían pasar las fiestas, en estos días todo era más
complicado. Entre las vacaciones y los días festivos el país parecía quedar al ralentí.
Ya lo había hablado con Laura y como no podía
ser de otra forma estaba de acuerdo. No querían empezar un tratamiento o lo que
fuera que hubiera que hacer y tener que estar suspendiéndolo cada dos por tres.
Además Paula necesitaba reposo y unos días estando en casa tranquila no le harían
mal. Lo que todavía no entendía es que tipo de situación le habría estresado
hasta ese límite. Desde luego los niños son muy sensibles. Quizás las últimas discusiones
con Laura....
La puerta se abrió bruscamente. Luis
respingó en la silla. Por ella entró otro guardia civil, algo mayor que él, alto,
al que se le adivinaba la cabeza afeitada aunque llevara puesta la gorra reglamentaria.
Tenía los ojos pequeños y claros lo que unido a su nariz pequeña y afilada le
daba un aspecto de roedor. Era curioso, pero había personas a las que nunca habías
visto antes y con las que jamás has cruzado una sola palabra pero por alguna razón,
no te caen bien. Ésa fue la sensación que tuvo Luis en cuanto vio al teniente Alarcón.
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El camino amarillo serpenteaba
sobre una colina de hierba verde salpicada de florecillas de colores. En el
cielo azul, el sol radiaba luz y calor haciendo que las gotas de lluvia que aún
quedaban sobre pétalos y hojas brillaran como pequeñas joyas engarzadas. Ya no había
nubes y junto al astro rey lucía un arcoíris que enmarcaba todo el horizonte.
La senda gualda seguía haciendo curvas a la manera de los meandros de un rio
dorado para desembocar en la cuidad.
La ciudad se erguía majestuosa, con
sus altas torres y campanarios cubiertos de mármol blanco, rematados con
pendones y banderines verdes como el color de los tejados. Pero no era un verde
normal, del que se puede conseguir con un barniz o pintura. No, era el verde de
las esmeraldas, pues era de eso era de lo que estaban hechas todas las techumbres.
No en vano ése era el nombre de la ciudad, Esmeralda.
Laura corría hacia ella, corría
con toda su alma, corría y corría. Los mechones estúpidamente rubios que parecían
de muñeca, se le pegaban a la cara por el sudor. Sus zapatos de color rojo rubí,
parecían de juguete y golpeaban los baldosines con el chasquido metálico de los
bailarines de claqué. Incluso su absurdamente cursi, vestido azul no era propio
de ella. No sabía nada, ni como había llegado allí, ni por qué tenía ese
aspecto de muñeca, lo único que sabía era que tenía que seguir corriendo, para
llegar a la ciudad Esmeralda, porque allí estaba Paula.
Sus puños golpeaban repetidamente,
con todas su fuerzas el portón de madera ennegrecida, que guardaba la ciudad. Mientras
gritaba el nombre de su hija. La madera recibía los golpes, uno tras otro.
Laura notó como poco a poco la madera parecía cede, como si el portón fuera
perdiendo consistencia y en vez de golpear roble macizo golpeara primero,
caucho y luego alguna goma, cada vez más y más blanda. En uno de sus golpes los
puños se introdujeron hasta las muñecas en la masa gelatinosa y negra en que se
había transformado la puerta. Con renovadas fuerzas siguió golpeando la
sustancia que seguía licuándose, con más furia ahora empleando los pies,
pateando, incluso mordiendo la superficie negra y viscosa que se introducía en
su boca dejando el regusto a hierro de la sangre coagulada. Había comenzado a oír
la voz de su hija, en la lejanía, detrás de aquello; la llamaba aterrorizada.
No estaba sola, otras voces, algunas infantiles pero otras adultas también
suplicaban ayuda. Sus dedos rebuscaban intentando asir algo. Repentinamente
unos dedos fríos y largos la agarraron con fuerza, por la muñeca y tiraron de
ella violentamente hacia dentro. Entonces, notó como la masa negra la invadía, introduciéndose
por todos los orificios de su cuerpo, sintiendo su frio muerto y la voces
desgarradas pidiendo auxilio en la cabeza y sobre ellas la de Paula, llorar,
gritando ¡Mamá¡ ¡Mamá!
Los gritos de su hija la
sacaron de la pesadilla de la misma forma que la mano del matarife agarra un pollo
por el pescuezo, hubiera batido un récord olímpico si se hubiera cronometrado la velocidad a la que recorrió los
escasos metros que la separaban la habitación de Paula.
Continuará….
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