Me sudan las manos, tanto que mis
dedos resbalan sobre las teclas. Mi mente está confusa y no puedo poner en
orden mis pensamientos, de hecho he empezado a escribir estas líneas no menos
de diez veces y otras tantas han terminado en el cubo de la basura. Pero tengo
que conseguirlo porque sé que muy probablemente sea lo último que haga en esta
vida y no debo de irme sin por lo menos dejar una razón de de mi cobardía, del
por qué de mis miedos.
Desde que nací hace ya más de 40
años he estado luchando para llegar a ser alguien de provecho, primero
formándome y luego desarrollando esa formación en el mundo laboral. Siempre con
la meta del reconocimiento y la aceptación de la sociedad y cómo no, del mío
mismo, pues la educación recibida no entiende de otra forma la autorrealización
que la aceptación y la integración en la gran manada.
He de decir que me siento
orgulloso de lo conseguido. Tengo un trabajo en el que me siento valorado y que
me permite vivir holgadamente, una bella y amante esposa y la bendición de un
hijo. La salud tampoco me falta aunque a esta edad la damos por hecho. Mi
relación tanto familiar como con las amistades es cordial, tan cordial, que me
atrevería a tildarla de sinceramente afectuosa.
Cualquier persona que lea estas letras podrá
pensar que tengo una vida moderadamente feliz y no le faltaría razón. Es más,
puede que incluso sienta el flagelo de la envidia y que piense que estas
palabras solo sean una parrafada de un paranoide trasnochado. Créanme hasta
hace unas horas yo también lo afirmaría. Todo comenzó esta mañana.
Como todos los días me disponía a
asearme, cuando al mirarme en el espejo vi algo que se movió en el fondo, como
una sombra detrás de mí. Me giré y no vi nada. La luz reflejada en el espejo
que después rebotaba en los azulejos me había jugado una mala pasada. De todas
formas decidí encender además de los apliques que ya lucían a ambos lados del espejo,
el plafón del techo, con lo que el cuarto de baño se llenó de luz blanquecina
reflejada infinitamente sobre los baldosines también blancos dándole un aspecto
aséptico, casi de hospital. Llené el lavabo con agua tibia y me lavé la cara.
Luego tomé la maquinilla de afeitar y la dejé en el fondo del agua, mientras me
aplicaba sobre la cara la espuma de afeitar que desde siempre me hacía evocar
la imagen de un pastelero untando de merengue un pastel. Como un autómata
comencé a deshacerme de la escasa barba que me había crecido desde el día
anterior. Las dos hojas de acero se deslizaron sobre la tez como una
quitanieves, apartando la espuma y rasurando el vello; dejando una banda de
piel rosada a su paso. Siempre primero el lado izquierdo de la cara y siempre
desde el nacimiento del pelo junto a la sien, hasta el lóbulo de la oreja donde
terminaba la patilla.
Enjuagué la maquinilla a la vez
que le daba unos pequeños golpecitos en la porcelana del lavabo para liberarla
del exceso de espuma cargada de pelo cortado. El agua se enturbió de jabón y
sangre. Debía de haberme cortado, busqué en mi reflejo la herida. Efectivamente
estaba allí, la línea roja marcaba el lugar. Una gota de sangre manó del corte
cual lágrima roja y tras rodar unos centímetros rompió en el arrecife de espuma
de afeitar tiñéndolo. Instintivamente me chupé el dedo índice de la mano
derecha y como si fuera un hisopo de algodón empapado en desinfectante me toqué
el corte, no sé si con la idea de valorar su alcance o con la fe de que su simple
contacto lo cicatrizaría.
La mínima presión hizo que otra
gota manara, esta vez más gruesa. Al parecer el corte no había sido tan superficial.
Era increíble lo afiladas que podían llegar a estar esas cuchillitas. El reguero
rojo brillante seguía fluyendo, decorando el merengue/espuma con el
sirope/sangre. La yema del índice noto un roce debajo de la calidez húmeda de
la sangre. La piel seccionada se había retraído, haciendo que los bordes del
corte se curvaran levemente hacia fuera formando algo parecido a unos labios.
Sentí la imperiosa necesidad de volver a tocarlos, de notar el beso de esa
nueva boca de mi cara. Entonces es cuando se desató el frenesí.
No sabría explicar qué me poseyó,
qué extraño instinto primitivo y bestial, qué fuerza maligna. El caso es que la
misma imperiosa necesidad, solo que multiplicada por un millón, de tocarme la herida
ahora me obligaba a que el resto de los dedos quisieran toquetear y hurgar en el
corte como si ya no fuera mis dedos y como si ya no atendieran a mis órdenes sino
más bien fueran lampreas y mi mano una especie de Medusa que los tuviera por
cabellos. Los dedos arañaban, se introducían en el corte desgarrándolo, haciéndolo
más grande, la minúscula raya roja la cara se había convertido en la grotesca
cuenca sin ojo. La sangre manaba abundantemente. Pero no sentía ningún tipo de
dolor muy por el contrario, un cálido cosquilleo parecido al deseo sexual me asaltaba.
Sólo deseaba seguir tirando, llegar al clímax, desollarme la cara hasta dejar el
hueso al descubierto. Por eso no dudé de ayudarme con la otra mano. Mi rostro
ya no tenía aspecto humano, era el cadáver de alguna bestia desguazada por
buitres famélicos. No había parados, ni cejas, ni labios y de la nariz sólo
quedaba un escoyo gelatinoso. La piel había desapareció y nadaba en el lavabo
en una amalgama de sangre y espuma de afeitar o colgaba del cráneo en jirones,
los músculos también habían sido desgarrados, arrancados de los ligamentos y pendían
flácidos haces. Jadeaba frente al espejo contemplándome, no era un orgasmo, era
la madre de todos.
Pasaron unos minutos
Las dos manos estaban apoyadas en
el lavabo, lo que quedaba de mi cara, mirando esa sopa malsana que contenía el
lavamanos y como caían en ella las gotas de sangre mas rezagadas. El dolor
comenzó también repentinamente y fue in crescendo con cada latido. Era como si
con cada sístole, diástole te apagaran en la cara un cigarro, luego diez, cien
a la siguiente y así hasta sentir el calor de un infierno. El concepto locura no
era suficiente, era incompleto, infantil y escaso.
- ¡Mírate!
Obedecí a aquella voz. Un
gorgoteo infrahumano, proveniente de debajo de todo aquel dolor, de donde
brotaba, de su fuente, de su raíz. La voz del Mal mismo.
El anciano estaba allí. Debajo de
la sangre, de los jirones de piel, debajo de las piltrafas de carne, debajo de
todo aquel dolor estaba él. Aquella era la última gota de dolor que podía soportar.
Mi cabeza era un útero por donde asomaba un anciano con la cara manchada de sangre
que me hablaba. Pero ése era mi cráneo y ése no podía ser yo.
Me llevé las manos a la cara para
palparme aquel nuevo rostro buscando un clavo ardiendo de realidad donde poder
agarrarme.
- Yo soy tu verdadero tú
Las palabras salían de mi nueva
cara pero yo no las pronunciaba igual que una marioneta de un ventrílocuo que
toma conciencia de ella misma.
El viejo gritaba enfurecido, con
cada grito el dolor crecía y crecía, abrasándome por dentro, derritiéndome
-¡Todo es mentira, todo es
mentira! ¡Tú eres mentira, esta sangre es mentira, maldito! ¡NO ME VENCERÁS ALZHÉIMER!
FIN