jueves, 6 de octubre de 2016

Fumando espero?

No hay perro viejo con trucos nuevos.
Lo que se aprende de niño o de chaval y se lleva a la práctica durante gran parte de la vida, se convierte en parte de nosotros, casi intrínseco a la cada persona. Hábitos de estudio, prácticas deportivas, compromisos laborales, hobbies y hasta vicios menos recomendables.




Como bien sabéis los que me leéis desde el inicio, llevo casi dos años retirado de los escenarios roqueros. Sigo estudiando y practicando guitarra casi a diario, pero en un plano acústico, más reposado pero no por eso menos serio. Ya no hay electricidad en los instrumentos, ahora es la guitarra acústica sola, limpia, sin efectos. Desnuda. Sólos ella y yo al servicio de la canción.
Minimalismo enriquecedor.


Hace pocos días me invitaron a un concierto acústico en un bar de la capital. Dos cantautores en un mismo escenario. Dos voces y dos guitarras. Velada intimista, casi en plan familiar. Todo mágico, entrañable. Era casi cerrar los ojos y que las letras de las canciones te hicieran estar en paz contigo mismo. Artistas que cantan sus verdades y el oyente las hace suyas.


Todo perfecto. Ellos cantaban, nosotros aplaudíamos, brindábamos desde la barra y seguíamos con la liturgia, hasta que la costumbre o el vicio hizo acto de presencia.


Los que hemos disfrutado de ciertas libertades en los 80's y 90's hasta que salió (merecidamente, por supuesto) la ley que prohibía fumar en los espacios públicos, llevamos muy mal eso de no poder disfrutar de un cigarro sentados junto a la barra del garito mientras hablamos o como en éste caso, mientras disfrutamos de la música en directo.


Esto puede resultar una postura anticuada o radical, me dá igual. Respeto la ley y me salgo fuera a fumar, pero me jode perderme esos tres minutos de show, porque uno de los placeres más insalubres que hay es el de disfrutar de un cigarro mientras el Jack Daniel's te limpia el esófago.


Voy a dejar el tabaco. Entre otras cosas, porque ya me hago mayor y no hay que hacer muchas tonterías de juventud, pero no será la primera ni la última vez que paso de entrar a un bar sabiendo lo que me va a ocurrir. También los negocios pierden dinero con eso. No es lo mismo entrar, tomarte una copa y salir a fumar (con el corte de rollo que implica), que llegar, poder fumar y quedarte allí hasta que se vacíe la cartera, porque no hace falta salir a la calle para nada.




Reconozco que nunca llevé bien eso de los convencionalismos sociales, el hacer algo para ''quedar bien'', tal vez por el entorno donde vivo, rodeado de playas y zonas agrestes, desérticas, aisladas, donde siempre hubo una cierta permisividad a la hora de dejar a la gente disfrutar de los lugares. Cuando estás al aire libre, sólo te preocupas de pasarlo bien, en solitario o en compañía.


Poco más de dos décadas tocando al aire libre, sin más techo que las estrellas en el cielo, bares a pie de playa o escondidos entre pitacos dan una sensación de libertad incomparable y eso es algo a lo que es muy difícil renunciar. Es más, es que no quiero, no estoy dispuesto a perderlo, pero en la ciudad las cosas son de otra manera y la adaptación la llevo fatal, por no decir horrible.


Poder tocar en la puerta de un bar en plena calle una noche de verano mientras la gente pasea libremente en parejas, grupos o en familia, que se paren a escuchar, que se sienten a tomar algo y que no tengan prisa por irse ni salir a la calle a echar el cigarrito, no tiene precio.


Noches bajo una carpa, con suelo de arena, con coros de oleaje e iluminados por el reflejo de la luna en la mar. La gente en total libertad, unos sentados frente a la banda, otros completamente tumbados contando estrellas bajo la música en directo, parejas camufladas entre montículos de arena... la felicidad convertida en concierto.


Escenarios bajo un árbol, perfume natural, brisa marina invadiendo el ambiente, colegueo, buenas vibraciones y libertad de movimientos dentro o fuera del bar, pero sin restricciones en la calle.
''yo sólo hago rock'n'roll y no voy más lejos''


Noches de haima, de sentir en la espalda el zumbido de un Marshall a todo volumen, de cantarle a los cuatro vientos que eres libre y eres feliz de esa manera, que no importa si vienes o vas, si entras o sales, que dá igual parar o no parar, de tocar un solo y que alguien te ponga una botella en la boca sin pedirlo y luego te dejen en los labios un cigarro encendido.


Tocar al aire libre es otra película, efectivamente no es un concierto acústico aunque también se puede hacer y crear la misma magia. Todo está en lo que hagas, cómo lo hagas y lo que transmitas. Todo sale de ti, va a los altavoces y ellos escupen tu feeling sin guardarse nada. Primero lo disfrutas tú como músico para que el respetable pueda gozar. No conozco otra manera, ni me interesa.


Nada más satisfactorio en ése momento que ver a la gente acercarse sin miedo, con ganas, disfrutando, sintiéndose libres de expresarse como quieran, devolviéndote la energía por duplicado. No hay cansancio, no te acuerdas de las interminables horas estudiando en soledad, ensayando cien veces con la banda, cargar la furgoneta, cenar un bocata y llegar a otro día con el sol en alto.


Nada mejor que tocar al aire libre, que el público se sepa las canciones casi mejor que tú, oírlos cantar cada palabra de la letra y en algunos casos, hasta gritar el solo de guitarra. Eso es algo que cualquier músico lo sabe y lo aprecia.


Se toca como se ensaya, no concibo las reservas en una actuación en directo. No es una partida de cartas, es dar altruísticamnte, ser generosos. No basta con salir y cumplir, el rock no lo veo así y a mi lado no quiero músicos con reservas. Las reservas para el buen vino. En la música hay que darlo todo y si no piensas como yo, mejor busca otro compañero de corcheas.




Las dos chicas sujetas por sus manos me hicieron emocionar días después cuando me regalaron la foto. Que se pongan en contacto con un músico, le regalen sus fotos y le digan que durante un par de horas fueron felices y se olvidaron de todo, no se paga con nada del mundo. porque la música para mí no es un trabajo, es alimentar mi alma y repartir sonrisas desde mi guitarra y eso no lo cambio por nada del mundo.


Han sido muchos años tocando para ti, para este y para aquella, criaturas anónimas que buscaban lo mismo que yo: la felicidad.
Y si esa felicidad llegaba en forma de música, sin más techo que el cielo y cerca de la playa, era el paraíso.


Todo ha valido la pena, pero si he de quedarme con una imagen, me quedaría con la expresión de la cara de esta niña una noche de verano en el bar de Jo en Los Escullos, cerca de mi pueblo:


No se movió de mi lado hasta que acabó el concierto. Esa noche un ángel se hizo carne y dí por bien fumados todos los cartones de tabaco que llevo en el cuerpo.


No nací para estar encerrado, ni bajo techo.








Mantengo humildes mis orejas.

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