sábado, 10 de diciembre de 2016

Eliseo (1 y 2 + capítulo final)







Los nichos de la cuarta fila asomaban por encima de las tapias del cementerio, eran como los áticos de los bloques de apartamentos para muertos, en una ciudad para muertos..una ciudad de muertos dentro de una ciudad para vivos.

El camposanto de Carabanchel, otrora aislado en medio de un páramo, no hacía una década que había sido engullido por la ciudad capital. Como otros antes, fue alcanzado por la última  y tan celebrada ampliación urbanística, la ciudad crecía, necesitaba expandirse. Era un río de ladrillos que se había desbordado, avanzaba en tromba; el pequeño cementerio sólo fue un escollo que quedó rodeado por un centro comercial, zonas verdes con parques de juegos infantiles, gasolineras y pisos, muchos pisos. Urbanizaciones enteras, con nombres tan rimbombantes y desafortunados como “Residencial Vista Alegre” (justo enfrente del cementerio) o “Colonia Los Olmos” (aunque no hubiera un solo olmo en kilómetros a la redonda)  llenas de bloques, repletos de apartamentos, apartamentos pequeños, casi tan pequeños que parecieran nichos, curiosamente como los de aquel cementerio que había engullido.

Eliseo, chofer de la EMT (Empresa Municipal de Transportes) pasaba a diario junto a él,
.Primero muy temprano,  a las cinco de la mañana, camino de la cochera, que está justo al lado del cementerio y luego una vez terminada la jornada, pasado el mediodía, después de dejar su puesto al volante del coche número 352, de la línea 155 al compañero de relevo, regresaba a recoger su coche, que dejaba aparcado junto a la cochera. Aunque vivía muy cerca, él prefería ir a trabajar en su vehículo particular que andando. Ir en él le daba unos cuantos minutos más de margen, para holgazanear en la cama, minutos de los que siempre andaba escaso, la puntualidad no era su fuerte. El trayecto no le llevaba más de diez minutos, los tenía cronometrados, u ocho si pillaba los semáforos en verde. Era una persona de costumbres, eso también. Siempre el mismo camino. Primero salía del garaje de su casa en la calle del Maravedí para tomar la avenida del Euro, que iba a dar a una rotonda que repartía el tráfico. Continuaba entonces por la Vía Lusitana un par de kilómetros hasta llegar al cruce de la calle donde las lápidas de los nichos asomaban por encima de la tapia del cementerio. La calle bordeaba el lado norte del camposanto, una calle poco transitada, sólo conduce al tanatorio que linda con la autopista de circunvalación  o a la cochera. Estaban construyendo un supermercado, en unos de los solares que quedaban baldíos pero su acceso principal sería por la avenida de los Poblados por lo que la calle seguiría siendo casi de uso privado para los trabajadores de la EMT y para los servicios tanto del tanatorio como del cementerio.
Aquel día era uno de esos extrañamente calmos de la capital madrileña. Era lunes, un lunes entre dos festivos ya que al día siguiente se celebraba la Almudena, patrona de la capital y muchos de sus vecinos lo habían tomado como puente. Los colegios no abrirían de nuevo sus puertas hasta el miércoles, era una excusa perfecta para hacer una escapada con la familia o los amigos. El tiempo acompañaba y a pesar de ser Noviembre el sol todavía calentaba lo suficiente para atreverse a echar unos paseos por la sierra o ir unos días a la playa, donde el clima era aun más benigno. De cualquier forma Eliseo tenía que seguir haciendo circular el autobús. Él nunca libraba los puentes, así que siempre había algún compañero dispuesto a cambiárselos. Era una de las ventajas de no tener ni familia, ni demasiada vida social.
Vivía solo desde que fallecieron sus padres y de eso hacía ya. Su padre también fue chófer, de hecho fue él el que le animó a seguir sus pasos. Al morir le dejaron una pequeño piso en el barrio de Usera y unos ahorrillos. Un buen día decidió vender el pisito e invertir su modesta herencia en uno nuevo con ascensor y plaza de garaje y más cerca de la cochera.

De cualquier modo seguía yendo en coche a trabajar y ese lunes no fue una excepción. La jornada pasó lenta y aburrida. Casi no había tráfico, los colegiales habían desaparecido y con ellos la algarabía de risas y gritos, parecía que todos los niños niños fueran sordos, entraban en el autobús en tromba y salían en tromba. Sólo quedaban algunos viejitos que subían trabajosamente, quejándose de que era muy brusco conduciendo. En ese momento empezaba un cacareo y comenzaban a darse la razón los unos a los otros, en un bucle que se retroalimentaría hasta el infinito, sino fuera porque alguno de ellos rompía el ciclo, introduciendo un nuevo tema más jugoso que éste, las nuevas dolencias que les asaltaban, y entonces pujaban por ser el más castigado de todos, hasta que el nuevo bucle se autodestruía por la falta de consenso o por otro tema favorito, el tiempo: que no llovía, que no hacía frío o que hacía mucho….prefería el bullicio alegre y descarado de los chavales al zumbar lastimoso de los viejos moscardones.

A las 12:30 su compañero Julián estaba en la parada acostumbrada, e hicieron el cambio. Julián era mayor que él, había conocido a su padre, y si todo iba bien en pocos meses se jubilaría. Así a las 12:45 Eliseo estaba arrancando el coche y listo para volver a casa, donde le esperaba su almuerzo, una lata de fabada Litoral, un vaso de vino tinto de marca blanca y una manzana fuji, que eran las que más le gustaban. Luego una siesta en el sofá mientras veía alguna película de vaqueros de las que ponían en el canal autonómico y después a lo mejor se animaba y bajaba a dar un paseo antes de la cena.

En ésas estaba cuando el semáforo cambió a ámbar, freno levemente y redujo una marcha pasando de tercera a segunda, utilizando la retención del motor de su viejo, pero bien cuidado Renault Clío como freno, hasta que el coche estuvo prácticamente al paso de una persona y entonces volvió a usar el pedal del freno para detenerlo completamente. Tenía la mala costumbre de aguardar en los semáforos con una marcha metida y el pedal del embrague pisado, sí un conductor tan experimentado también tenía sus manías, a pesar de llevar años conduciendo coches de línea de cambios automáticos.

Su Clío azul metalizado era el único coche parado en el semáforo, se aburría. Era un semáforo de los lentos, la Vía Lusitana tenía muchísimo más tráfico que aquella calle, lógicamente el tiempo que permanecía verde también era proporcional. Conectó la radio con desgana, de sobras sabía que a esa hora, en la única emisora que tenía presintonizada del dial, sólo había un magazine para marujas y muchos anuncios. Anuncios que terminarían metiéndosele en la cabeza y que le obligarían a tararear su musiquilla o incluso sus locuciones durante días. Efectivamente los altavoces del coche comenzaron a vocear las bondades de un nuevo restaurante en el centro de Madrid, uno que según decía el actor de doblaje fusionaba la cocina gallega y la valenciana, no lo dejó terminar, —valiente tontería. Ya no saben qué hacer— pensó en voz alta Eliseo. Ahora tendría metida esa cancioncilla en la cabeza hasta Dios sabía cuándo “Venga a Restaurante Gallencia.. ni no ni...♪♫♪” . El semáforo seguía rojo. Sin nada más que hacer que seguir esperando a que cambiara a verde, su mirada fue saltando de un lugar a otro buscando algún entretenimiento que acortara esa espera, que tan larga se le estaba antojando ―¿se habría estropeado el semáforo?― y sin darse cuenta empezó a leer las lápidas de los nichos que asomaban por encima de las tapias del cementerio.

Manuel Requena Bermejo 02-06-52 / 05-08-15 ✝ Tus hijos no te olvidan
Soraya Martín Herrero       23-10-38 / 13-01-12 ✝ No te olvidamos
Rosa Urbano Gil                15-07-40 / 01-03-08 ✝ Siempre te querremos mamá
Eliseo Crespo Rodríguez   20-05-68 / 12-11-10 ✝ Nadie se acuerda de ti




Por el rabillo del ojo vió como el semáforo se ponía en verde. Las dos imágenes competían en su cerebro. Por un lado la luz verde del semáforo, que no duraría más que unos segundos y por el otro la imagen de la lápida con ese nombre escrito, curiosamente su mismo nombre y su misma fecha de nacimiento, pero muy al contrario que la luz verde esa imagen no se iría a ningún lado. La boca se le había quedado seca, y un escalofrío desagradablemente lento se le paseó por la columna vertebral, trago saliva. Sin dejar de mirar la inscripción en la piedra negra, soltó el embrague y pisó el acelerador un instante antes de que el semáforo volviera a ponerse ambar. El motor protestó dando unos pequeños tirones, como si le amenazara con calarse, con quedarse allí delante otro puñado de minutos, allí, justo al lado de la tapia por donde sobresalen los nichos de la cuarta fila, en el cementerio de Carabanchel; concretamente a la altura de esa extraña sepultura donde descansaba un difunto con su mismo nombre y lo que era todavía más extraño, desconcertante, con su misma fecha de nacimiento y ese epitafio cruel “Nadie se acuerda de ti”. El juego de pedales había sido muy violento. La parte de su inconsciente que había  tomado el control, ignorando el deseo macabro y casi morboso de quedarse, de volver a leer, de cerciorarse de que lo había hecho bien, pisó a fondo el acelerador, no se podía calar, no allí. El pequeño utilitario giró hacia la Vía Lusitana dando trompicones. Eliseo se esforzó en apartar esa imagen que se empeñaba en quedarse impresionando las retinas con esa... con esa casualidad, volvió a conectar la radio y subió el volumen, los cotilleos rosas tronaron en sus oídos.

Una vez en casa, consultó su reloj de pulsera, un viejo Casio de plástico negro con más años que la tos, las 13:02. Había completado el trayecto en un tiempo moderadamente alto. Si descontaba el tiempo gastado desde que había entrado en el garaje hasta que había subido habían transcurrido unos 14 minutos. La vuelta siempre era más lenta, por el semáforo de al lado del cementerio, que era muy difícil que estuviera verde, prácticamente imposible, toda una casualidad, casi tan difícil como ver una lápida con tu mismo nombre y tus mismos apellidos, pero sobre todo con tu misma fecha de nacimiento. La imagen del nicho salió de algún cajón de su mente, pero ahora parpadeaban como si estuviera dentro de un cartel rodeado por bombillas, igual que los espejos de los camerinos de las películas antiguas, como si la lápida fuera la imagen de la estrella invitada al show. Un espectáculo de pésimo gusto, y sin embargo de tanto éxito, que su mente lo había vuelto a evocar, este era su reestreno. Acompañando a la imagen la musiquilla del anuncio radiofónico “♪♫..Venga al restaurante Gallencia ...no lo olvidarás...♪♫..la cocina de Galicia y la de Valencia unidas ...restaurante Gallencia..donde nadie se acordará de ti..♫♪”.
Cerró los ojos, apretó los dientes y meneó la cabeza como si fuera un perro recién salido del agua. Fue hacia la cocina y conectó la televisión, necesitaba algo con que distraerse. La tele serviría, no había nada más alienante que la caja tonta. En la pantalla de la vieja Philips de 14 pulgadas, apareció el presentador de los servicios informativos regionales de la cadena pública nacional. Le volvió la espalda a la TV y abrió la puerta de un mueble, donde estaban apiladas cuidadosamente no menos de veinte latas de fabada, cogió una, la dejó en la encimera, adelantó otra de la fila de atrás, para cubrir el hueco que había dejado. De fondo el locutor seguía dando las noticias de la comunidad, ahora hablaba de un grave accidente en una de las autopistas de circunvalación de la capital, que había ocurrido la pasada madrugada, no sé qué de un camión cargado con productos tóxicos. Se acercó a la mesa de la cocina y pulsó el número 9 en el mando a distancia. El noticiero fue reemplazado por un canal infantil, le gustaban los dibujos animados, especialmente los de la esponja tonta y el cangrejo avaro. Cuando los veía, no podía dejar de pensar cómo aquellos dibujos cargados de ironía, donde un un “niño” trabajaba y además era explotado inmisericordemente por un jefe despótico, podían ser aptos para críos. A lo mejor era él el raro, el único del mundo que opinaba así. El caso era que prefería ver las desdichas ficticias del aquel ser espongiforme y amarillo, que la realidad truculenta que echaban en el telediario.

La campanita del microondas sonó sacándolo de sus reflexiones. La fabada estaba lista. Retiró el plato con cuidado de que no se desbordara, la loza abrasaba, pero podría soportar el calor, sólo tenía que llevarlo a la mesa, era poco más que un paso. La botella de vino ya aguardaba sobre ella, un Rioja tinto de roble, que se vendía bajo la marca de una cadena de hipermercados franceses. Estaba rico y los 4.50€ que costaba la botella le hicieron fidelizarse a él. Prefería lo malo conocido a lo bueno por conocer. Su padre ya lo bebía. Sí, puede ser que la compañía francesa hubiera cambiado de bodega proveedora en todos estos años, pero si lo hizo él no notó la diferencia, así que todos felices, los franceses le seguirán vendiendo su botellita de etiqueta blanca y él seguiría comprándosela, ahorrando unos eurillos, además del estrés de no saber cual escoger. Quitó el corcho y se sirvió una copa generosa, la bebió con deleite, luego volvió a llenarla. Un calor agradable y reconfortante le ascendió desde el estómago, pero eso sólo era el principio, las fabes le miraban desde el plato como si le dijeran “cómeme”. No lo dudó, tomó la cuchara y la hundió en el delicioso magma. La gula, el ansia por comer aquellas apetitosas judías le jugó una mala pasada. Aún estaban demasiado calientes, fue como meterse una cucharada de lava en la boca. Soltó la cuchara en un movimiento reflejo de dolor y escupió las habichuelas intentando aliviarse. Se había abrasado la lengua y el cielo de la boca. La cuchara rebotó en el plato, salpicando de comida el hule de flores verdes, el cabo fue a caer sobre el mando a distancia de la televisión que se hallaba unos centímetros más allá, sobre la tecla con número 1, automáticamente el receptor aceptó la orden y cambio el canal volviendo al informativo territorial. “Mañana, 9 de Noviembre. jornada festiva, se realizarán los actos conmemorativos en honor a nuestra patrona La Virgen de la Almudena…”

Las palabras del presentador de informativos se metieron por los conductos auditivos de Eliseo para luego golpearle los tímpanos, «mañana, 9 de Noviembre...» fue como apagar un fuego con un explosivo. El ardor palpitante de la boca dejó de importar por unos instantes, porque ahora tenía un nuevo estímulo más importante que atender. Su cerebro había recibido la información, podría parecer estúpido, sabía que hoy era 8 de noviembre, pero aquellas palabras de alguna forma, que no llegaba a comprender, habían desencadenado una deducción extrañamente lógica; «si mañana es 9, el viernes será 12. 12 del 11, el aniversario del fallecimiento de ese difunto que se llama como yo, que nacío el mismo día que yo y al que nadie recuerda... extraño epitafio, lo debí leer mal, es imposible que alguien grabara eso en una tumba» Otra vez la imagen de la lápida inquietante se había metido en la cabeza, y ahora el aguijón doloroso de la lengua abrasada también pujaba de nuevo por retomar el protagonismo perdido. Tenía que librarse de ambos. Se levantó de la mesa, abrió el grifo de la fregadera, se inclinó y dejó que el agua fría le entrara directamente en la boca. El primer objetivo estaba cumplido, poco a poco el dolor fue desapareciendo, aunque la lengua se le quedaría áspera, hinchada y sensible por unos cuantos días. El segundo lo iba a conseguir de la única forma posible, volviendo a leer la lápida.
La fabada podía esperar, apagó la tele y fue al dormitorio para cambiarse de ropa. Dobló el uniforme rápida y eficazmente, lo dejó sobre la cama, se puso el chándal azul de su equipo favorito, se calzó unas deportivas también azules y bajó a la calle más rápido de que le gustaría reconocer, ni siquiera esperó al ascensor. Vivía en un segundo, “bajar unos pocos escalones, no le harían daño” se justificó asimismo. Una vez en la calle apretó los glúteos y se impuso una zancada corta pero rápida. Tenía la mirada fija en la dirección del cementerio.
Hubiera sido más rápido usar el coche, pero sinceramente no lo pensó, solo actuó, hizo lo que se le ocurrió sobre la marcha, de forma espontánea e irreflexiva, de cualquier manera no tardaría más de veinte minutos en llegar.

Hacer el trayecto a pie tenía la ventaja, respecto a hacerlo en el coche, que no tenía que respetar el sentido de la circulación y eso le permitía atajar, de modo que no tuvo que bajar hasta la rotonda de la avenida del Euro, sino que cruzó directamente a la vía Lusitana por un pequeño terraplén lleno de matojos. La tierra estaba seca, hacía que no llovía en la ciudad, no habría peligro de mancharse de barro sus bonitas zapatillas. La ruta alternativa tenía, además una convincente razón más, para ser la mejor opción, aparte de robar unos minutos al trayecto, ya no habría ningún edificio delante que le ocultara su destino.

El camposanto surgió delante de él y a cada paso se hacía más grande, a cada paso estaba más cerca y eso era como ver la zanahoria para un burro. Apretó un poco más el paso, seguramente si alguien lo viera andurrear a esa velocidad, pensaría que tenía más prisas por llegar a un wc que a un cementerio.

Había llegado, giró hacia la derecha siguiendo las tapia. Las lápidas estaban junto a él, sólo que detrás de aquella pàred de ladrillos rojos y del alambre de espino rumiento que la coronaba. Las autoridades lo habían colocado ahí, para suplementar la altura del muro, una vez que los bloques de nichos los superaron. Ver el alambre de espino, como si fuera la concertina de una instalación militar, o de un campo de concentración, no dejaba de ser curioso. Una idea absurda le cruzó por la mente. “A lo mejor el alambre de espino no estaba puesto ahí para impedir que alguien entrara, sino más bien para que nadie saliera. ¡Qué tontería! Nadie sale de los cementerios saltando una tapia, ¿o sí?”.

Cruzó al otro lado de la calle, para tener perspectiva suficiente y  poder volver a releer, la lápida; sí porque para eso había venido hasta aquí, para eso había salido a toda prisa de casa, para eso había dejado su rica fabada enfriándose sobre la mesa de la cocina, junto a su copa de vino, inconscientemente, y al mismo tiempo se pasó la lengua por los incisivos superiores, sintiendo una especie de escalofrío doloroso, que le recordó cómo se la había abrasado. Sí para eso había venido, ahora le parecía algo profundamente estúpido, estaba ahí plantado como un pasmarote, sudando como un pollo, con su chandal del Real Madrid, dispuesto para comprobar que no ponía eso que creía haber leído. Alzó la mirada y aguzó la vista.

Manuel Requena Bermejo  02-06-52 / 05-08-15 ✝ Tus hijos no te olvidan
Soraya Martín Herrero        23-10-38 / 13-01-12 ✝ No te olvidamos
Rosa Urbano Gil                 15-07-40 / 01-03-08 ✝ Siempre te querremos mamá
Eliseo Crespo Rodríguez    20-05-68 / 12-11-10 ✝Te recordamos, nadie se olvida de ti



Hacía varias horas que era 9 de Noviembre 2016. La ciudad aún seguía sumida en esa especie de  duermevela en la que se sumen las grandes ciudades, en realidad ellas nunca duermen profundamente.
Eliseo ya estaba en pie, ya se había tomado su trago de leche directamente del brick y se disponía a marchar al trabajo. Él abría la línea, era el primer autobús en circular, después de los búhos, como se apodaba cariñosamente a los del servicio nocturno.

Antes de abrir la puerta de salida de la casa, se miró en el espejo de cuerpo entero del recibidor, que estaba junto al paragüero de latón. El paragüero era un recuerdo de la casa de sus padres, no era más que antigualla sin más valor que el sentimental además de algo sin ninguna utilidad práctica para él, pues jamás usaba paraguas. Pero siempre fue una pieza muy querida por su madre, así que la conservó en honor suyo.

El hombre contempló su reflejo en el espejo de marco barato en pino sin teñir. Sí, allí estaba él a sus casi 49 años, calvo, gordo, con una sombra de barba en la cara, con el uniforme de la EMT, tan arrugado que parecía que se había acostado con él y pidiendo a gritos una ducha. Debería haberse duchado, pero siempre se le hacía tarde, más aún hoy, que no había dormido bien. Cuando quiso conciliar el sueño eran más de las dos de la mañana. Terminó comiendo tarde y la merienda casi se le juntó con la cena y eso que no cenó mucho, un par de rodajas de chorizo con pan y una sopa de fideos de sobre; pero por alguna razón la fabada y las galletas de chocolate de la merienda, no les dieron la bienvenida en el estómago, ni a la sopa, ni a las rodajas de chorizo con pan y estuvieron riñendo toda la noche como gatos callejeros en un tejado. Así que el trago de leche le vino doblemente bien.

No lo pensó más, salió de la casa camino del ascensor en busca del coche y de ahí a las cocheras. A esas horas no había prácticamente tráfico más aún siendo festivo, pero no se podía confiar, o al final llegaría tarde.

Efectivamente, se cruzó con muchos menos vehículos de los acostumbrados, que seguramente devolvían a sus ocupantes a sus casas después del turno de noche o los llevaban a sus puestos de trabajo, como era su caso, pero eso no quería decir que no hubiera tráfico. La jornada festiva era de ámbito local, en todas las poblaciones que rodeaban la capital era un día laborable más.

Torció en la Vía Lusitana, para continuar por la calle de las lápidas. El carril de bajada corría  pegado a las tapias del camposanto, era imposible echar una mirada. La idea cruzó por su mente, como si fuera un conejo atravesando la calle por delante de las luces de su coche. En efecto, tuvo la tentación, pero tendría que detener el coche, bajar y cruzar la calle, además aún no había amanecido y no se podría observar nada con claridad desde tan lejos, a pesar de la luz sepia de las farolas, y sinceramente, qué pretendía volviendo a mirar aquella lápida?.
Ya había resuelto el enigma, sólo había sido una confusión, un error de lectura, una mala pasada de su imaginación. No había que darle más vueltas, así que sin separar los ojos de la carretera pasó a la altura de la lápida, ésa que tenía un ocupante que nació el mismo día que él y que además se llamaba igual que él. Instintivamente subió el volumen de la radio, que a esa hora cacareaba el primer boletín informativo de la mañana, Eliseo no quiso reconocerlo, pero sólo subió el volumen para intentar no oír esa vocecilla de su cabeza con la que acababa de pactar, con la que acababa de llegar a un acuerdo que decía: “luego volveremos a mirar, luego cuando regresemos a casa”

Su jornada transcurrió anodina y vulgar. La cabecera de la línea 155 estaba en el intercambiador de la plaza Elíptica y terminaba en el de Aluche. Los pasajeros subían y bajaban del autobús y él lo conducía completando ciclos, hasta que a las 12:45. Como de costumbre, vio a julián su compañero, esperándolo en la marquesina de la parada situada frente a la cochera. Intercambiaron un saludo, educadamente rutinario, uno deseando buen servicio y el otro feliz descanso.
Eliseo tenía prisa, inconscientemente toda la jornada la había tenido. Su pacto secreto le había estado rondando por la cabeza toda la mañana, era como la lengua que no deja de tocar la muela rota, a sabiendas que el contacto no sería agradable. No podía dejar de ir a buscar el contacto afilado, grimoso del borde del diente roto, una y otra vez.

Allí estaba de nuevo, allí doscientos metros más adelante los bloques de nichos volvían a superar la altura de la tapia del cementerio. Las vanidosas tumbas se asomaban alzándose unas sobre otras, como meretrices que lucieran sus encantos en una macabra calle roja. El hombre paró el coche, había aparcado en el lado derecho de la calzada, cerca de la puerta lateral del camposanto. Podía haber seguido y limitarse a echar una mirada rápida, como la primera vez, porque era prácticamente imposible que el semáforo estuviera en verde y el tiempo que estaría detenido, esperando a que le permitiera el paso hubiera sido más que suficiente para volver a mirar la lápida, como la primera vez, pero no, quería cerciorarse, no quería precipitarse, no quería leer mal, como la primera vez. Así, con el pulso estúpidamente acelerado recorrió la escasa distancia sin levantar la la vista de la acera, escudriñando el suelo, como si entre las juntas de las baldosas, o en los hierbajos que habían medrado en ellas fuera a encontrar la explicación del porqué de esa obsesión que le obligaba nuevamente a curiosear, a fisgonear  la lápida de ese hombre que se llamaba como él y que había nacido también el mismo día que él.

Levantó la cabeza y se giró a la izquierda para mirar hacia el cementerio, usó la mano derecha como visera para evitar que el sol le deslumbrara. Allí seguía el mármol blanco con las letras gravadas en negro, lo leyó:

“Eliseo Crespo Rodríguez 20-05-68 / 09 -11-16 ✝Te esperamos, nadie se olvida de ti”

‒ Bien, era una lápida, con una fecha y un epitafio, todo normal, todo correcto, en el mundo hay mucha gente con el mismo nombre, sólo había que mirar los listines telefónicos para darse cuenta; bueno, ya casi no quedaban listines telefónicos, de hecho no recordaba la última vez que vio uno ‒. (¿Por qué te estás contando esta mentira, de verdad te la vas a creer Eliseo?)

Aquella voz tenía razón, porque aquella voz también era él. La parte de él más racional, esa que no le dejó dormir, aquella con la que había pactado volver a leer la lápida, y esta que se empeñaba en no dejarle seguir con su vida, porque sospechaba que algo no andaba bien, que esa lápida no era una lápida cualquiera, que esa lápida sólo podía ser la suya.

Pero el estaba vivo, no podía estar viendo su propia tumba, eso también era imposible, porque tenía la fecha de hoy, ninguna lápida podría tener la fecha de hoy. Las lápidas se encargan, se tarda un tiempo en hacer, no se pone la fecha por adelantado, no hasta que se conoce la fecha de la defunción y él estaba aquí, vivo mirando esa extraña lápida que asomaba por encima de las tapias del cementerio de Carabanchel. Y luego esos epitafios tan poco comunes, como el último que acaba de de leer , “Te esperamos, nadie se olvida de ti”. Aquello era una locura, una alucinación un sinsentido que lo estaba desquiciando.

Había comenzado a sudar copiosamente. De pura frustración empezó a ejecutar una curiosa danza, bailoteaba en el sitio, como si quisiera comenzar a andar, y al echar el primer paso, por alguna razón que no alcanzaba a comprender cambiara de opinión, mientras miraba a un lado y a otro intentando buscar puntos de referencia, algo a donde agarrarse, algo que pudiera confirmar de forma tajante y definitiva que aquello solo era un mal sueño. Eso a lo mejor seguía dormido en su cama. Sí claro aquello debía de ser un sueño, uno muy vívido, pero sueño al fin y a la postre. Ojalá pudiera despertarse.

La puerta del cementerio, se cruzó con su mirada. Claro, esa era la solución, como no podía habérsele ocurrido antes. Entraría en el cementerio, e iría a la oficina, sólo tenía que preguntar quién estaba sepultado en ese nicho. Inventaría alguna excusa, como que compartía los apellidos con ese difunto y que sospechaba que podia ser algun familiar del que había perdido la pista hacía años y que solo quería comprobarlo. En realidad era casi la verdad, más que una excusa porque claro estaba, lo le iba a decir al encargado que creía que la lápida, esa del bloque 85 piso 36 cambiaba su inscripción, que había leído diferentes epitafios y que la fechas bailaban. Así, siendo su propio pensamiento, escuchandolo de él mismo ya sonaba de locos, pero es que en eso  es en lo que se había convertido su vida, desde que sus ojos aburridos, buscando distracción acertaran a posarse en aquella dichosa tumba, en una locura, una verdadera y genuina locura.  

Afortunadamente el camposanto estaba abierto. Las grandes cancelas grises, de la entrada lateral de par en par, permitían el paso, era lo bueno que tenían, igual que los centros comerciales también funcionaban los festivos. No lo pensó ni media vez más.

El sonido fue húmedo y seco al tiempo, como cuando se aplasta una cucaracha, una de esas grandes y rubias, que abundan en las zonas de playa. El crack inicial es seguido por la viscosidad cálida del interior al desparramarse por el suelo. Eso sería lo que se hubiera oído, si alguien hubiera sido testigo del atropello, a parte del conductor del camión que aplastó a Eliseo si no hubiera llevado la radio puesta a todo volumen

“♪♫..Venga al restaurante Gallencia ...no lo olvidarás...♪♫..la cocina de Galicia y la de Valencia unidas ...restaurante Gallencia...♫♪”.


FIN







viernes, 9 de diciembre de 2016

Brindar al suelo.







Cansado de celebrar días luctuosos, cada vez más. Creo que soy de la generación que más genios y artistas del siglo XX van a ver morir.


Por eso hoy voy a brindar hasta caer inconsciente.
Pero no por ellos, sino por mí. Porque lo llevo deseando durante estos doce años que llevo de abstemio, de lucha diaria para mantenerme sobrio. De irme lejos para gritar a pleno pulmón y en soledad y poder derrumbarme sin tener miedo y llorar como un niño y no tener que avergonzarme por ello.


Mi primera copa de brandy va para ese niño que no sabía  leer, pero quería aprender y le regalé todos mis folios. A cambio de su carreta. Y me sentí miserable. A mis seis años de edad ya empecé a sentirme miserable.


La segunda copa es en memoria de Doña Claudina, esa momia bocaseca que tenía por maestra y observó todo lo ocurrido en la calle ese día junto al colegio. Tenía una regleta de madera de 50 centímetros con la que nos golpeaba por cualquier cosa. Debía añorar mucho el sexo, no encuentro hoy día otra explicación para vomitar tanto agrior y mala ostia. Sabía que me volvía loco dibujar y pintar, hacer figuras de barro ..las artes plásticas en general.
Me hizo extender los brazos con las palmas de las manos hacia arriba y me golpeó hasta que se cansó. Cada golpe me hacía gritar y me dolía cada vez más. La odié desde el primer golpe, le dije que la mataría, que la iba a trocear y darles de comer a los cerdos del tío de la rambla y no sé qué más.
No dije ni pío después, me lo guardé para mí porque me convencí que era la justa penitencia por lo de los folios.


La tercera copa es por el cambio. Por la necesidad de ser buena persona, porque sentirme miserable me estaba matando y yo quería vivir, limpiar mi conciencia y poder ser feliz. Obrar bien es complicado si tus acciones son meditadas. Hay que cultivarse muy bien por dentro y revisar con celo y a diario nuestro interior para eliminar cualquier mala hierba que quiera crecer. Alguien me dijo una vez que es como respirar, innegociable e imprescindible.


La cuarta copa me la bebo con más satisfacción porque años después ya había aprendido a dar con el corazón, no con la mente. Ya no lo hacía para ponerme a bien con mi conciencia y abonar el insomnio, sentía bondad. casi amor. Como aquella vez en el extranjero que llevaba más de un día sin poder comer aunque llevaba una ración de emergencia, pero aún no era una necesidad vital. Se me acercó un niño de unos 7/8 años, delgado, de ojos grandes y me extendió la mano. Ni lo dudé. Le dí toda la comida que llevaba, incluidas dos chocolatinas que encontré en la mochila.
Se le iluminó la cara. Esos ojos agradecidos no voy a olvidarlos nunca. No quiero.


La quinta copa será para mi jefe. Al día siguiente, llegó donde estábamos ubicados un tipo, nadie le conocía. Parecía que venía para vendernos algo que llevaba en el abrigo largo que le cubría el cuerpo hasta los tobillos, lo abría y señalaba con el dedo los abultados bolsillos. Emitía sonidos guturales ininteligibles, yo pensé que era sordomudo, se lo dije a mi compañero y se acercó a identificarlo.
El tipo se comunicaba por gestos y sus sonidos eran cortos y deformes. Aún no sé por qué empecé a desconfiar, pero avisé a mi jefe y le conté lo que estaba ocurriendo. Salió fuera y empezó a hablar con él. El tipo seguía lo mismo y observaba que mi jefe iba cambiando su expresión corporal y me fui desplazando suavemente a la derecha para poder tener un mejor ángulo de acción. Los ánimos se empiezan a caldear, hay un forcejeo y de pronto el tipo cae al suelo. Mi jefe le grita algo en algún idioma que desconozco y el tipo empieza a hablar..
Recuerdo estar a cinco metros de él. A esa distancia el disparo de un fusil de asalto parte por la mitad a una persona. Ese día mi jefe nos salvó la vida a todos. En los bolsillos del tipo, no solo había baratijas para vender.


La última copa de hoy es para Tronco, un pastor alemán al que tuve la suerte de tener bajo custodia y educación desde los ocho meses hasta los tres años. Le llamé tronco porque era mi colega, era uno más en el grupo, se hacía de querer y nosotros también necesitábamos un amor incondicional.
Cuando cumplió ocho años de edad me dijeron que si lo quería adoptar y no lo pensé. Habían pasado unos cinco años y se acordaba de mí! Lo abracé y por una vez pude llorar tranquilo delante de camaradas.
Tres años y medio después, Tronco ya no se levantaba el primero para despertarme y decirme que nos fuéramos a la calle a pasear. Ya no le interesaba oler todas las esquinas de mi calle ni correr por la playa para traerme el trozo de madera. Ya ni siquiera venía a sentarse conmigo junto al sofá en las noches que no podía dormir hasta que se acababa la botella.


Ahora voy a acabar esta botella a salud de ellos. De todos ellos. Creo que se lo merecen y yo también.








Feliz navidad, calaveras!