sábado, 29 de abril de 2017

GALLETAS



GALLETAS


‒ Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?

La tienda era acogedora, con estanterías rebosantes de productos, latas extranjeras con etiquetas brillantes, paquetes de dulces que jamás había probado pero que lo le importaría catar. La mujer del mostrador, se dirigía a él con una sonrisa profesional en los labios. Rubia y guapa, no de esa guapura arrebatadora de las actrices de Hollywood, sino de esa belleza tranquila que da la madurez y la seguridad de estar donde se quiere, haciendo lo que quieres.

‒ Hola, buenos días. Perdone, solo quería hacerle una pregunta. Venía buscando una dirección y creo que me he perdido.

La sonrisa de la dependienta se torció unos grados. No era un cliente, así y todo, la sonrisa no desapareció del todo. Las tiendas no sólo vendían productos, también a veces funcionaban como confesionarios, mentideros e incluso como oficinas de información. Como decían las abuelas; “los colmados siempre habían hecho el papel que hacían las tabernas pero para las mujeres”. Claro que los tiempos habían cambiado.

‒ Pues, dígame ‒ contestó.

‒ Buscaba la casa de un amigo de la infancia. Me he quedado sin batería en el móvil y creo que la calle debe estar por aquí cerca. Voy a la calle Peña Alta número 38. ¿Sabría por dónde cae?

‒ Sí, claro está dos bocacalles más adelante, después de cruzar una plazoleta. No hay pérdida.

‒ Pues muchas gracias.

Algo brilló en el mostrador de madera pulida que se interponía entre ellos. Un rayo de luz caprichoso, había rebotado en la bandeja con galletas de chocolate, que descansaba sobre él y luego viajó hasta sus pupilas donde se clavó obligándole a fijarse en ellas.

‒ ¿Quiere probar una? Son casi gratis. Ofreció la mujer.

‒ ¿Casi gratis? Jaja. ¿Qué quiere decir con casi gratis?

Aquel comentario le había pillado desprevenido. Evidentemente aquellas galletas estaban allí, para que lo clientes las probaran, para que después de comprobar lo deliciosas que parecían estar, gastaran su dinero en ellas. Seguramente sólo sería una broma, un chascarrillo, como si le estuviera diciendo:” Cuidado, si pruebas una no podrás evitar comprar una bolsa”

‒ Mi obligación es advertir a los clientes. Nada es realmente gratis en este mundo ‒ Concluyó con un tono neutro y falto de cualquier emoción.

Al final la guapa dependienta iba a resultar una graciosilla pedante. De repente se le habían quitado las ganas de probar las galletas. Así que sí, sí le iba a salir gratis, completamente gratis la consulta. Si hubiera visto a alguien por la calle le hubiera preguntado, pero no había ni un alma, por eso entró y ahora había llegado el momento de salir.

‒ No gracias, no me apetecen. Muchas gracias y buenos días otra vez.

‒ Gracias por su visita, le estaré esperando, no tarde en volver.

¿Tardar en volver? No creo que vuelva a pasar por este lugar en mi vida. Iré a visitar a Ramón y luego me iré,​ y si volvemos a quedar, desde luego no creo que lo hagamos en este barrio perdido de la mano de Dios, y desde luego no entraré más en esta tienda, donde los dependientes advierten a los clientes con acertijos misteriosos.

Madrid le recibió de nuevo con la neblina matutina, que se empeñaba en no desaparecer, y eso que ya estaba bien entrada la mañana. En un acto reflejo, sacó el móvil del bolsillo. Vio su reflejo bobo devuelto por el cristal negro de la pantalla. Había olvidado que no tenía batería. Guardó el pedazo de tecnología inútil en el bolsillo con resignación, y consultó el reloj de pulsera. Las agujas indicaban una hora imposible, porque no podían ser las doce del mediodía y mucho menos medianoche. Golpeó la esfera con el índice y el corazón de la otra mano, como si de alguna manera mágica, esos toquecitos fueran a corregir el mal funcionamiento del cronógrafo de 500€. El segundero seguía dando saltitos, así que no debía ser cosa de la pila. Bueno, pues al parecer se iba a quedar sin saber qué hora era exactamente, pero no podían ser mucho más de las diez y media. De cualquier forma tampoco importaba demasiado. Así que se encaminó hacia la dirección de su viejo amigo Ramón. Calle de Peña Alta 38, dos bocacalles más allá de después de atravesar una plazuela. Esas habían sido las indicaciones de la dependienta, no había pérdida.

La plazuela, era poco más que unos pocos bancos de hierro, que habían olvidado la última vez que recibieron una mano de pintura, y un pequeño parterre circular con rosales mustios. Las palomas picoteaban el suelo lleno de basura y hojas muertas de los plátanos de sombra, que circundaban el conjunto. Los árboles, de ramas nudosas y prácticamente desnudas, recordaban a los brazos de una bestia sepultada bajo el piso, con los dedos de las manos crispados, en un rigor mortis eterno, intentando desesperadamente aferrarse a algo. Como el resto de la calle, estaba vacía, nadie, ni siquiera un abuelete observando las palomas. Aunque con esta niebla, tampoco es que apeteciera estar allí, sentado en un banco rumiento, mirando a esas ratas con alas hurgar entre la hojarasca.

La verdad, Ramón había elegido un lugar horrible para vivir.

Pero a lo mejor estaba siendo demasiado duro. Hacía más de media vida que no sabía de su amigo. No sabía cómo le había tratado la vida, de hecho cuando recibió aquella llamada se llevó una tremenda sorpresa. ¡Ramón!, su amigo de la infancia Ramón, le llamaba después de treintaitantos años. Aquel chaval de orejas de soplillo y ojos hundidos con el que había compartido tantas horas de juegos y aventuras. Luego de cruzar saludos, quedaron para verse y ponerse al día. Tenían toda una vida que contarse.

La segunda bocacalle ya había quedado atrás. Aunque llamar calle a eso era ser muy generoso. Después de cruzar la plaza, la calle se había estrechado aún más. Apenas si cabía un turismo y las aceras quedaron reducidas a medio metro de baldosas parcheadas. El asfalto había desaparecido sustituido por adoquines. Ahora a parte de no haber ni un alma, tampoco había coches.

A lo mejor no era buena idea pasear por estos lares. No hacía falta tener demasiada imaginación, para imaginar que en el próximo recodo surgiría un yonki con una navaja y mirada perdida reclamando la bolsa o la vida. Afortunadamente no apareció ni el yonki, ni nadie más.

Unos metros más adelante, vio la chapa con el nombre de la calle. Lucía sobre la fachada de ladrillos rojos de un edificio a tres metros y medio del suelo. Calle de Peña Alta en letras blancas sobre fondo azul. Estaba descascarillada y el óxido había empezado a medrar en ella. Ahora sólo quedaba localizar el número 38. Tenía ganas de llegar de una vez. El paseo por aquellas calles, era de todo menos agradable, además la humedad de la pertinaz niebla le estaba calando y su artrosis precoz, no tardaría en morderle alguna articulación.

Torció a la derecha buscando​ algún portal para poder saber a qué altura de la calle estaba. La niebla impedía ver mucho más allá de diez metros, era imposible calcular la longitud de la calle. Se hallaba a la altura del número 11. ‒ Bien, el 38 debía estar en la acera contraria ‒. Cruzó de tres zancadas a la de los pares.

12, el número del portal de justo enfrente del número 11 de la calle de Peña Alta, era el 12. Así que solo le separaban del 38, 13 números, poco más de 100 metros y llegaría.

Los edificios que flanqueaban la calleja, eran una mezcla de fincas de dos alturas, viejas, en su mayoría ruinosas. Seguramente habitadas por ancianos tozudos, que se negaban a abandonarlas, intercalados con pisos más altos, de aspecto barato, que habían ido ocupando los solares de las casas de esos mismos ancianos tozudos, a los que la vida les había rescindido el contrato de alquiler.

32, 34, 36. El siguiente portal era el de su amigo. La calle se vio interrumpida por otra que la cortaba perpendicularmente. Miró a un lado y a otro escudriñando en la niebla, que parecía haberse espesado por un momento. La visión se había visto mermada aún más y ya no le alcanzaba más allá de par o tres metros. No se oía ningún ruido de motor, así que atravesó la calle. Sería gracioso que le atropellara el único coche de aquellas calles desiertas.

Casi como un ciclista que se sabe vencedor en solitario, aflojó el paso y se dispuso a contemplar el número sobre el dintel del siguiente portal “38”.

2. Primero pensó que la chapa metálica estaría despostillada, que el número se habría borrado y que la corrosión había transformado el 8 en un 2, o que la neblina le estaba jugando una mala pasada. Pero no, no había ningún margen de error posible, en aquel pedacito de metal no había habido nunca ningún número más, que no hubiese sido un único y solitario 2. Retrocedió hasta el cruce de la calle, para comprobar estupefacto cómo a partir de ese punto, ese tramo de calle recibía otro nombre. La chapa azul con las letras en blanco lo indicaba claramente. Peña Rubia. La calle Peña Alta moría justo antes de aquella intersección, su último número era el número 36. El número 38 simplemente no existía. Debía haber algún error. Él había anotado la dirección, la tomó directamente del dictado de su amigo Ramón. Pensó en llamarle, automáticamente desechó la idea, no tenía batería. ‒ ¡Maldición! ‒ Masculló.

Se encontraba en un punto muerto. Miraba hacia un lado de la calle, y luego hacia el otro, como si la solución fuera a aparecer por sí sola por entre la niebla. En realidad sólo era un reflejo de la de impotencia que le atenazaba. Volvió a consultar el reloj en otro tic impotente. Seguía marcando las doce a pesar de que el segundero continuaba girando.

Estaba resultando una mañana de locos. - Cuando las cosas se tuercen, a veces es mejor no insistir- murmuró y continuó. -- Llamaré a Ramón y quedaremos otro día y en otro lugar. Debí tomar mal la dirección, no hay otra explicación. Quizás fuera 28 y no 38...‒ ¡Qué más da!‒

No era un hombre de manías, aunque sí se reconocía tener al menos una. Odiaba algo sobre todas las cosas “andar hacia atrás”. Es decir, siempre que fuera posible, prefería bajarse del autobús una parada antes de su destino, que una parada después y desandar el camino, aunque fuera más corto y estuviera lloviendo a mares; otra de las variantes de “andar para atrás” era volver por el mismo camino, por el que hubiera llegado.. Por eso, la idea de desandar todo el camino, que le había traído hasta aquí no era una opción a valorar. Puede que se hubiera despistado un poco en aquel barrio lúgubre y neblinoso, pero tenía bastante sentido de la orientación. Seguiría por Peña Rubia, tarde o temprano debería desembocar en una calle más ancha por la que pasará algún autobús o algún taxis.

La calle seguía, los portales se sucedían igual que un catálogo bizarro de bocas desdentadas, oscuras y huecas. Las miraba de reojo con cierta desconfianza al pasar. Esas calles habían pasado de feas y desagradables a simplemente hostiles. No sabría explicarlo pero se había apoderado de él una extraña sensación. De repente tenía la imperiosa necesidad de salir de allí, de alejarse de ese barrio envuelto en aquella niebla tan espesa que casi se podía masticar. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, desde la nunca hasta el coxis. Apretó el paso. Llevaba más de cinco minutos andando por Peña Rubia y aún no se había topado con ninguna otra calle que la cortara o que naciese de ella, sólo avanzaba y avanzaba en línea recta, como una autopista en el desierto, sólo que aquella autopista, era una calleja de un barrio lleno de casas y las casas, llenas de ventanas. Entonces es cuando sintió el peso de la mirada de cientos de ojos lechosos, cuajados de legañas, llorosos, exprimidos por incontables horas de guardia atenta y obsesiva. Los ancianos tozudos le debían de estar observando desde detrás de aquellas ventanas tan turbias como sus ojos, se deleitaban viéndolo errar igual que un cabritillo perdido en el monte, con morbo insano, porque aquellos espectadores, aquellas gárgolas de carne medio muerta sabían que el lobo no andaba lejos. Esa sola reflexión le hizo acelerar el paso y casi sin ser consciente de ello, cambió el paso apresurado por un trote mal disimulado.

Corría prácticamente a ciegas, apenas si veía donde pisaba. Las losas sueltas tableteaban bajo sus pies, amenazándolo con una torcedura. No podía dejar de acelerar, y ya corría con todas sus fuerzas. Una especie de pánico infantil se había apoderado de él, sentía aquellos cientos de ojos vidriosos pegados en su espalda y una presencia, un aliento gélido en la nuca, acechándolo.

No pudo verlo, la calle torcía abruptamente en ángulo recto. Lo primero en golpear contra la fachada fueron sus puños, acto seguido golpeó su rostro con el resto de su cuerpo detrás. El muro de ladrillos rojos pareció escupirle, como si fuera un fantasma novato intentando atravesar su primera pared. Cayó de espaldas conmocionado, con la frente y los puños descarnados. Notó mucho calor en la nariz, le quemaba y escocida al tiempo, también algo viscoso y cálido con el sabor de las monedas le bajaba por la garganta. El mundo pasó del blanco neblinoso a la nada negra.

‒ ¿Está bien?, ¿se encuentra bien? Señor, ¿está usted bien? ‒

La voz llegaba amortiguada, como si la escuchara a través de una cortina gruesa y pesada. Quería contestar, quería decir que sí, que estaba bien, que quería levantarse, que tenía que salir de allí. La voz era de mujer. Intentó abrir los ojos, despegar los párpados, que le pesaban como si se hubieran transformado en plomo. La luz penetró en ellos igual que un puñado de arena, escocía, dolía. Los colores eran agujas.

‒ Se ha desmayado, ya he llamado al 012. Una ambulancia viene de camino. No se mueva, no tardaran en llegar ‒

‒ ¿Qué...qué me ha...pasado? ‒

Mover la lengua para pronunciar aquellas palabras fue como mover un cadáver.

‒ Entró en mi tienda, me preguntó una dirección, luego se puso blanco como la cera y se desplomó de súbito. Debe de haberle dado alguna clase de lipotimia o algo así ‒

Aquellas palabras le aliviaron, como un bálsamo. Una de mueca, que recordaba a una sonrisa se le dibujó en el rostro.

‒ Me...me… me pone una bolsa de... galletas…. por... favor... ‒


FIN

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