sábado, 15 de abril de 2017

SANGRE #10




SANGRE #10






‒ Bien, bien siempre has sido una chica con suerte hermanita. Parece que la tuya se ha agotado. ¿Cómo dicen? Ah! sí, “A todo cerdo le llega su San Martín”. No sé si me estás escuchando, espero que sí, no quiero que te vayas al otro barrio con esta duda.

Tú eres la escritora de la familia, la artista, no seas dura conmigo. Yo soy más de hechos que de palabras, pero me esforzaré y te haré el mejor resumen que pueda:

El viejo se está muriendo, es un hecho, solo es cuestión de días, semanas tal vez. Te prometo que no tuve que ver nada ahí. También es mi padre y lo quiero, sólo he intervenido para que su camino sea lo más corto y fácil posible, no me gusta verlo sufrir.
Curiosamente su enfermedad, fue como una señal. Sí eso es, fue una llamada de atención. Ya sabes cómo es, siempre al pie del cañón, con mano de hierro. La idea de jubilación ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Sí, he sido su mano derecha durante los últimos años, o eso decía en las reuniones, pero todos sabemos que solo soy un apéndice, un chico de los recados con un buen sueldo, sin ninguna responsabilidad real. Todas las decisiones primero deben de pasar por él, debe dar su consentimiento antes, su aprobación. Y ahora de repente enferma, se siente viejo, débil y tiene miedo. Y yo su hijo mayor, su servidor más fiel, el que siempre ha estado a su lado, el que nunca le abandonó, se inclina a sus pies, una vez más, para relevarle, para asumir esa pesada carga que ya no puede llevar, para recibir por fin la confianza que merece, la oportunidad por la que tanto tiempo lleva luchando y qué encuentra. A un viejo temeroso de la muerte, que quiere poner sus asuntos en regla antes de morir. Sí es lo lógico todos tememos a la muerte y todos querremos dejar nuestros asuntos listos antes de partir al barrio de los quietos. Pero, ¡Ay maldito sea mil veces mil! El viejo tiene una espina clavada, una secreta, una que se le ha ido hincando a lo largo de toda su vida y que ahora en el umbral del panteón familiar quiere sacarse. Su niña pequeña, la hippie malcriada que se fue a la capital a vivir su vida, la que lo dejó y la que ahora, al olor de la carroña de su padre viene a picotear del festín, a aprovecharse de su pobre padre enfermo, a quitar a sus hermanos lo que han ganado por legítimo derecho. Y ¿qué hace papá? Pues como en el maldito pasaje bíblico del hijo pródigo, está dispuesto a sacrificar a su mejor cordero para dar una fiesta por la vuelta al redil del hijo perdido. En una estúpida representación donde quedará en paz consigo mismo, legando a su hijo extraviado todo su trabajo, dejando unas pocas migajas a los demás, a sus verdaderos hijos.
¡Pero NO!, querida y casi ya pútrida hermana, tú no tomarás ni un solo pedazo del pastel en el obituario de tu padre. Te voy a llevar junto a él, que es lo que realmente querías, ¿no? Un amor filial y completamente desinteresado y qué mejor que morir junto a él. Porque eso es lo que va a suceder.
Ah! se me olvidaba. Sí, lo de Luis fue una lástima, ya estaba muerto desde hace mucho, nadie lo echará de menos, ni su mujer, creo.
Bueno hermanita, pues prepárate, ya queda poco para que vayas junto a papá‒.

Sus palabras son como una bandada de cuervos, que revolotean sobre mí. Cada nueva palabra es una alimaña más que llega, una sombra negra de pico y garras afiladas. Cada una desciende, con su sonido lacerante para herirme, cada una escarba un poco más en la herida, ahondando en la carne recién abierta, deleitándose con mi sufrimiento impotente. Creo que estoy llorando, siento mis labios húmedos y salados y el asco infinito e impotente cuando siento los suyos basándose en la mejilla. No puedo mover un músculo, ojala pudiera hacerlo, lo agarraría y le clavaría las uñas en la cabeza y le mordería la cara como un perro rabioso. Pero no puedo hacer nada. Soy una estatua de sal y mi hermano, una lluvia cruel y despiadada, que disfruta deshaciéndome. Sólo puedo gritar, mi mente, yo, aquello que soy, lo que hay debajo de la cáscara de carne y huesos que me soporta, eso está gritando de dolor, un dolor total y absoluto, de un dolor que ninguna droga, puede calmar.

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Oigo como las suelas de sus mocasines italianos golpean el suelo de la habitación, se alejan. Un monitor ha empezado a pitar, le sigue otro. Algo negro se acerca, más negro que esas palabras que siguen resonando dentro de mí, que aún van reverberando igual que un eco malvado. Es una presencia, no está dentro de la habitación y lo está al mismo tiempo. Siento frío, tanto que duele. Es un viento oscuro que ha apagado el sol. Sigo con los ojos cerrados, no puedo ver nada, sólo que nada es una palabra absolutamente vacía de contenido, hueca comparada con la oscuridad que me acecha. Miedo, mucho miedo, porque esta oscuridad sólo puede ser la muerte que viene a buscarme.
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El agua me quema la nuca, se derrama como piedra fundida por la espalda, baja por la espalda siguiendo columna vertebral, luego sigue por las nalgas y me cae por las piernas hasta llegar a la loza del plato de ducha. Aguanto el calor, tengo la mano sobre el grifo, pero me niego a girarlo. La piel se enrojece, me estoy abrasando, lo soporto un segundo más hasta que me doy por vencido y de un manotazo cambio la maneta del monomando llevándola al color azul. El contraste de temperatura es brutal, los vasos sanguíneos se contraen dolorosamente y me provocan un espasmo. Aún temblando vuelvo a accionar el mando y coloco el termostato de la ducha en 35º. Levanto la cabeza, miro a la alcachofa, es una nube artificial de falso metal cromado, suspendida en un cielo de escayola pintada de blanco, diluvia sobre mí. Abro la boca y le muestro los colmillos que se han desplegado completamente. El agua cálida entra y amenaza con ahogarme, la retengo colocando la lengua a modo de esclusa, la dejo que me rebose la cavidad bucal. Siento como me limpia con su caricia templada y por un momento imagino que calidez es la sangre la que me anega la boca.
La escupo, saliendo de ese pequeño espacio de relax que me he regalado. No tengo demasiado tiempo, la directora de clínica me espera, seguro que tiene muchas cosas que contarme.

Aaah! Un rayo de dolor me atraviesa la cabeza de sien a sien. Me aferro al grifo para evitar la caída, todo me da vueltas. ¿Qué me sucede? Cierro los ojos como si eso me fuera a calmar. Con los párpados cerrados, una luz azul me ciega, es un dolor que rebota dentro de la cabeza, un rayo azul dentro de un invernadero de hueso. Entonces llega el verdadero azul, el verdadero dolor, sobrecargando todas mis neuronas. Es una señal, una emisión autoritaria. La estoy recibiendo, reclama todo el ancho de banda de mi mente, anegando todo como una ola gigante. Es la misma sensación que tuve aquella mañana, sólo que multiplicada por mil, lo comprendo.
 

Es Laura. No puedo desmayarme, tengo que soportarla, tengo que seguir a la ola azul, esperar a que se retire, abandonarme a su resaca porque me llevará hasta ella.
Efectivamente el dolor comienza a descender, comienzan a flaquear las fuerzas, estoy a punto de desfallecer, prácticamente de de rodillas, aferrado al grifo de la ducha como un alpinista se aferra a un saliente de roca para no caer al abismo. El pulso se hace más débil. Tengo que seguirla, establecer contacto.

‒‒ LauraaaaA! Grito a los azulejos. Las manos se han transformado en garras, pujan por clavarse en el metal. Jamás he salido de mí, tengo miedo, pero es la única solución, soy un vampiro. Mi abuelo lo podía hacer, yo debo por hacerlo también.

Ahora soy un madero a la deriva uno oscuro, una mota negra en un mar azul y desconocido. Un mar que aleja, que va desapareciendo, tragado por un desagüe, el ojo de un dios tuerto lo engulle.


Continuará...

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