domingo, 14 de mayo de 2017

El mendigo que nunca lo fué.



Viajar es una aventura, un buen estímulo si lo que se busca es descubrir nuevos lugares, otras culturas, meditar sobre todo lo experimentado, intentar ser empático con todo lo nuevo que nos rodea y tener la humildad suficiente para reconocer que el lugar donde uno vive habitualmente no es un mal lugar.
O al menos eso es lo que nos parece a nosotros, o lo que nos quieren hacer ver. Justo exactamente lo mismo que puede pensar un forastero al llegar por primera vez a nuestra ciudad o a la zona donde vivamos, realmente dá igual que sea una capital de provincias o una campiña aislada y mal comunicada.

Cuando el ideal viajero se nos reduce a ver fotos o videos donde hemos estado porque la economía se nos está indigestando y sabes que pasará mucho tiempo antes de repetir una nueva aventura, la palabra ''viaje'' se reduce a conducir a diario camino al trabajo, volver, salir de compras y algún domingo extraordinario y tirando la casa por la ventana, haces una locura y te vas al pueblo de al lado a comer a un bar.

Juan era un policía jubilado antes de tiempo por una ''lesión'' en el hombro y rodilla izquierdos que le dejó impedido para realizar funciones operativas de alto riesgo y aunque le ofrecieron la posibilidad de seguir con ellos en labores administrativas, declinó la proposición, alegando que no se encontraba en su mejor momento emocional para hacer ningún tipo de actividad profesional.

Mientras hacía sus ejercicios de rehabilitación en la mútua y tras haber pasado más de un año entre quirófanos, Juan pudo ir recobrando su vida normal, ya se sentía alguien ''útil'', alguien que empezaba a sentirse orgulloso de haber luchado contra todos los horrores de la vida y había podido vivir para contarlo, como suele decirse.

Una madrugada estando de servicio, llamaron a varias unidades para ir urgentes a un almacén del extrarradio de su ciudad donde habían detectado movimiento de personas en actitud sospechosa y ''al parecer'' algunas iban armadas. Todo fue muy rápido: la llegada, la entrada al almacén, focos, gritos, advertencias, disparos, confusión y despertar dos días después en la Uci del hospital tras haber sido intervenido en dos ocasiones distintas para extraer de su cuerpo siete cuerpos metálicos procedentes ''al parecer'' de un arma de fuego.
El ''presunto'' salió libre a los dos años al no constarle ningún tipo de antecedentes. Ni siquiera administrativos. Nada, ni una multa por mal estacionamiento. Libre. En plenitud de facultades.

Dicen los que saben de esto, que el primer objetivo al entrar en la cárcel es prepararlo todo para no volver nunca más: pensar, planear, intentar readaptarse, camuflarse entre algo nuevo o viejo, según la actitud.

Juan no sólo se recuperaba de la movilidad que había perdido, también había perdido el divorcio y le tocó quedarse con el coche. De eso también se estaba recuperando, pudo acceder a una vivienda de alquiler cuyo interior se podría considerar aceptable, pero no restaba dignidad.
Más bien estaba floreciendo, ya que desde hace unos meses convive con su nuevo amor, que al igual que en una comedia romántica de Hollywood. todo empezó cuando una mañana quiso entrar a tomar un café y al intentar abrir la puerta para entrar al bar, ésta se abrió violentamente con un fuerte golpe y a continuación salió literalmente volando como en los saltos de esquí una mujer gritando.
En un acto reflejo, nuestro amigo bajó su centro de gravedad como si fuera Iker Casillas y paró el penalti como en la final de la Champions.

Hablaban de viajar. Ella nunca pudo salir de su barrio y él ya se había pateado medio país y parte del extranjero. Le hablaba de las maravillas verdes y frondosas del norte, con mares de mucho respeto y de la eterna primavera que baña el Mediterráneo por las zonas del sur y ella sólo podía imaginar con su mente desde los ojos de él.
De momento sus viajes eran con Juan al volante del utilitario para llevarla a ella al trabajo y después recogerla y de vuelta a casa, a comprar o simplemente dar una vuelta por ahí.

Junio empezaba fuerte, con altas temperaturas y vientos cálidos de levante, la gente llevaba semanas permaneciendo en la calle hasta media noche disfrutando del fresquito y también empezaban a pulular ciertos personajes de la vida callejera, charlatanes, limpiacristales, familias de pedidores de limosna y solitarios. Sobre estos últimos se percató Juan una tarde de vuelta a casa en el coche con su pareja cuando llegaron al último stop de la avenida antes de entrar al barrio donde vivían.
Ella siempre le decía que no llevaba bien ver indigentes, que se le caía el alma al suelo y le gustaría ayudarles y Juan le contaba siempre un montón de historias con la intención de hacerle ver otras cosas, con otro prisma.

Es difícil endurecer un corazón bondadoso.




El tipo caminaba encorvado, casi arrastrando los pies por aquella isleta de tierra de unos treinta metros de largo por dos de ancho ubicada en el cruce entre dos avenidas reguladas por semáforos. Tenía el pelo largo, casi canoso, desbrozado y áspero. La cara oscura por el sol, los años y la vida se adivinaban entre lo poco que dejaba ver esa barba larga y desaliñada a juego con el vestuario, sufrido y sucio. La mirada perdida en el suelo, fijada apenas un poco por delante de sus pasos y en la mano derecha un cubilete de cartón de esos de los de comida rápida que mostraba en la mano.
Cada año venía alguien y se adueñaba de esa zona y pasado el mes de agosto desaparecía, pero en esta ocasión, a Juan le llegó una alarma al cerebro, un click le hizo sentir como en su época en activo.

Mientras el semáforo volvía a su color verde, pudo observarlo detenidamente de arriba a bajo, intentando encontrar algún rasgo, movimiento, lunar o tatuaje que lo pudiera identificar, pero no encontraba nada.
No se le iba de la cabeza aquel tipo del semáforo, no le resultaba desconocido, aunque tampoco tenía con quien relacionarlo.

En julio ya estaba instaurado el verano de pleno en la ciudad y las horas del día eran insufribles en la calle, pero el mendigo llegaba allí a primera hora y se quedaba todo el día. Se comportaba con discreción, no molestaba a nadie, nadie reparaba en él y nadie le veía llegar ni marcharse.
Algunos días y según el trabajo de ella, paraban en el cruce hasta cuatro veces y ya era más comentado el mendigo que los planes para ellos ese día.

Así pasó también el mes de agosto, más fuerte de calor que el anterior y la misma historia diaria en aquél cruce que se estaba convirtiendo en una obsesión, a veces pensaba que podría ser alguien relacionado con el tiroteo, pero no le dió tiempo a reconocer a nadie entre el tiroteo y los fogonazos de luz.

-qué pena me sigue dando este hombre, parece un zombie.
-no lo mires y no le vayas a dar nada
-me gustaría que estuviera en una casa, viviendo tranquilo
-ya verás como cuando llegue septiembre, desaparece. a saber donde irá.

Llegó septiembre, la mayoría de gente volvió de las vacaciones a su rutina y el mendigo desapareció igual que llegó: sin que nadie lo viera. Ahora el cruce estaba vacío y la gente cruzaba por allí y nadie hablaba sobre el tipo ése que pedía limosna.

A base de limosnas y estrecheces sacadas a la pensión de él y a la nómina de media jornada de ella, habían podido ir apartando cada mes una pequeña cantidad de dinero para celebrar el aniversario de su primera y accidentada vez que se conocieron y el lugar sería en el asador de un conocido suyo de su época policial. Un local con cierto carisma y un toque de distinción.
Ya habían estado anteriormente allí y les gustaba sentarse en una mesa pequeña que había frente a la barra. En esta ocasión se sentaron en un apartado que estaba un poco más alto que el comedor y podían ver todo el local desde allí.

Casi todas las mesas estaban ocupadas y en la barra había dos parejas hablando animadamente mientras tapeaban y tomaban vinos y un señor solitario a unos pocos metros. No parecía estar esperando a nadie, no levantaba la vista de la tabla de quesos e ibéricos que estaba  saboreando. Era un tipo de complexión delgada, piel morena por el sol, pelo liso, moreno peinado hacia atrás y una barba recortada y bien perfilada. Del cuello le colgaba un cordón de oro en forma de cuerda rizada, se adivinaba recio, pesado.

De nuevo el click hizo acto de presencia y las mismas sensaciones abordaron a Juan. Por un segundo pensó en decirle a ella lo que estaba viendo para que se desengañara de una vez por todas, pero optó por levantarse con la excusa de ir al baño.
Se movió suavemente, sin gestos enérgicos y caminando con suavidad se fue acercando al individuo solitario del cordón de oro y que estaba disfrutando de un menú que él no se podía permitir. Pero no se detuvo ante él, siguió hacia la puerta entrando en la cocina por el lateral del asador.

-ocurre algo, Juan? algún problema con el servicio?
-de eso quería hablarte, los domingos no te vendría mal un ayudante para la barra..
-pero qué dices, no ves que la cosa está floja?
-mira, vendrá un profesional todos los fines de semana a trabajar.
-oye, no estoy para extras, apenas saco para pagar e ir tirando, como broma no está mal, pero..
-no te va a costar dinero, te dije que es un profesional y no te va a dar problemas.
-esto no me está gustando, Juan.
-a mí tampoco, pero me debes algún favor y repito: cuando termine su trabajo, se irá pero antes lo dejará todo bien limpio, sin rastro alguno de suciedad.



Mantengo humildes mis orejas.

jueves, 11 de mayo de 2017

El Sótano





Ya llegan, son ellos. Siento como el sudor se me introduce en los ojos, me arden, lo soporto; también el dolor en el pecho. El corazón martillea sobre el yunque de las costillas, es un loco que quiere derribar los muros de su celda acolchada.

Escucho el rechinar de sus botas sobre el suelo. No puedo verlos pero no están lejos. Quizás ellos ya me hayan localizado, quizás sólo están demorando nuestro encuentro como si fueran unos gatos que se deleitaran, jugando con el sufrimiento de su presa.

Exhalo el aire intentando no hacer ruido. Apenas separo los labios, doy pequeños soplos, nerviosos, rápidos, igual que si fuera un pez agonizante fuera del agua.

Han encendido la luz. ¡No! Esto es el final, no puedo permanecer oculto por más tiempo, mi sombra será la delatora. Las cajas ya no me servirán de escondrijo. Tengo que enfrentarme a ellos, aunque sé que será inútil, pero es la única alternativa, no me queda otra opción. Vender cara mi captura o al menos intentarlo.

Aprieto los puños con todas mis fuerzas y los dientes, hasta sentir como una muela cariada se deshace en pedazos, llenándome la boca de arena que chirría igual que la de debajo de sus botas. No sé cuántos son. Tres tal vez, no menos de dos.

Salto de detrás de los cajones de madera armado sólo con mi escaso valor. Son dos, altos, fuertes y rubios, lo he sorprendido, pero están entrenados. El factor sorpresa solo ha dado unos milisegundos de ventaja, que no he sabido aprovechar. Lanzo un puñetazo al primero, que golpea el aire al ser esquivado y hace que pierda el equilibrio. El segundo me golpea en la espalda, formando una maza con sus manos, mi columna cruje y el dolor me deja sin respiración. Apenas si consigo no caerme. No me giro, volver a encararme a ellos es una locura, trago saliva e intento huir. Los escalones no están lejos. Antes de que pueda pensarlo siento como un pie enfundado en una bota con puntera de acero me golpea como un ariete. El suelo se precipita hacia mí inexorablemente. El dolor es lo de menos, es el pánico lo que se ha apoderado de mí.

Mi estúpido e infantil intento de fuga acaba de terminar. Uno me levanta del suelo como un fardo, no me resisto. Uno me sujeta, agarrándome por la espalda e inmovilizándome los brazos, el otro me golpea el abdomen con unos puños que parecen de hierro. Me doblo y comienzo a vomitar. Ahora los puñetazos van al rostro. Me han obligado a erguirme tirándome del pelo. Mi nariz cruje y empieza a chorrear sangre. Casi no veo llegar los golpes, que se suceden a la velocidad del rayo, la hinchazón de los ojos me lo impide.

El hombre que me golpea resuella, por un momento cesan los golpes. No me derrumbo porque su compañero sigue sosteniéndome. Los segundos pasan y mientras espero más golpes, una idea absurda entra en mi mente.

Alzo el pie derecho y lo dejo caer con todas las fuerzas que me quedan, a medio camino del pisotón recuerdo las punteras de acero, es demasiado tarde. Es como pisar una piedra. El calambrazo me recorre desde el puente del pie hasta la nuca. El captor aprieta su cepo y sisea entre dientes una burla, como si fuera una hiena. Entonces doy un violento cabezazo hacia atrás. Esta segunda maniobra lo pilla desprevenido. Le he roto la nariz. Es el tanto del honor en este combate tan desigual. La presa de sus brazos se afloja por un instante y antes de que su compañero pueda reaccionar me zafo y lo empujo contra él.

He puesto dos metros entre ellos y yo. Puede que sea mi última oportunidad para escapar; si vuelven a capturarme no dejarán que les sorprenda de nuevo.

Subo las escaleras de tres zancadas, notando su aliento enfurecido justo detrás de mí. Me gritan como perros rabiosos que persiguen a un jabalí herido. Tengo el tiempo justo para cerrar la puerta del sótano. El pestillo es ridículo, no tardará en saltar por los aires. No hay tiempo, no lo tengo, solo puedo huir, correr.


FIN?