miércoles, 1 de noviembre de 2017

RIADA #4



La borra gris de un cielo encapotado, pugnaba con un esforzado sol que quería anunciar al mundo, que otra vez más había amanecido. Sus dedos dorados apenas si podían atravesar las espesas nubes. De momento la tierra seguiría envuelta en una mortaja húmeda de algodón sucio.

El Mercedes negro continuaba su marcha deliberadamente calma. Primero se dirigió a las afueras de la ciudad y buscó una vía de circunvalación, que le conectó con una autopista en dirección norte. Después de cien kilómetros, dentro de los límites legales de velocidad, tomó una salida que lo haría acercarse más a su destino. Siguió tomando salidas, que cada vez le conducían a carreteras más pequeñas, los capilares de aquel sistema circulatorio. Hacía ya unos minutos que bordeaba el bosque de cedros y abetos y después de una curva a derechas, el carril que buscaban apareció como una brecha roja entre la espesura verde. El automóvil redujo la velocidad al paso de una persona y lo embocó con suavidad. Zigzagueó por aquel carril de tierra rojiza veinte minutos, hasta que por fin su destino surgió entre la arboleda con esa sensación de inquietud decadente que siempre producía verlo. Había llegado al Buen Pastor.

La verja de que lo guarda, se retira con un crujido metálico a modo de bienvenida y el automóvil penetra en la propiedad por el camino de grava, que hace de puente en el mar de césped verde que lo rodea. Bordea el edificio blanco de planta de cruz y tres alturas. En fachada trasera del ala derecha se abre una puerta de garaje.


Las dos puertas delanteras del coche se abren, de ellas salen diligentes dos hombres, uno es cara de pájaro,

.El del lado del conductor va vestido igual, sólo que es físicamente todo lo contrario, bajo, de torso ancho y cabeza cuadrada, con nariz chata, que le hace parecer un perro. Ambos corren a abrir las puertas traseras. Primero, por el lado izquierdo sale un hombre, calvo, grueso, con bata blanca y gafas de pasta oscuras. En una mano lleva una pistola metálica de las que se usan para administrar medicamentos. Tiene prisa y desaparece por una puerta lateral del garaje. Por el otro lado del coche Pepín baja con lentitud, parece que durante el viaje hubiera envejecido 40 años de golpe, su aspecto es el mismo, pero sus movimientos son lentos, torpes, inseguros. Rapaz le ayuda a salir, esta vez el agente no rechaza la ayuda. A los pocos segundos el hombre obeso de bata blanca, aparece con una camilla. Es metálica y lleva adosados varios monitores y bolsas llenas de líquidos turbios de las que cuelgan cánulas listas para ser inyectadas. Cara de perro se une a su compañero de traje negro y entre los dos ayudan al agente a tumbarse en la camilla, de un tirón seco le rasgan una manga de la camisa, que aún está empapada. El doctor procede a tomarle una vía para poder conectar los sueros, que oscilan como odres en sus perchas metálicas. Luego le abren la camisa, el torso musculado del policía queda al descubierto. El doctor coloca unos electrodos, también sitúa uno en cada sien, manipula un pequeño terminal a la cabecera de la camilla. Suda pero tras leer los primeros datos que pare el monitor suspira aliviado. Cara de perro empuja la camilla y desaparecen por la puerta lateral. El doctor sigue a su lado revisando las vías, los electrodos, comprobando las constantes vitales del cuerpo del policía con sincera devoción. Saca del bolsillo de la bata una pequeña linterna y se asegura de que la dilatación de las pupilas es la correcta.
¡Vamos! No tenemos mucho tiempo, se está agotando. -Urge con voz autoritaria y algo nerviosa-.


El cuerpo inerte del policía está completamente desnudo, en una especie de cubeta llena de alguna solución acuosa que lo mantiene a flote. A la altura de los tobillos y de las muñecas le han colocado unas pinzas, que recuerdan a las de las que se usan para arrancar los coches que se quedaron sin batería. De las pinzas salen cables que se conectan a un ordenador que ocupa una de las paredes de planta cuadrada, mitad quirófano mitad laboratorio informático.

El doctor Orgaz atiende una consola y teclea comandos con unos dedos regordetes y veloces mientras suda copiosamente. El ordenador controla y comunica esta especie de quirófano con una sala más pequeña, sumida en la oscuridad. La escasa iluminación de habitación, es para el extraño y único objeto que hay en el centro de la sala. Algo que se asemeja a una pecera. Un prisma de cristal de caras rectangulares de 1.50 de alto por 0.50 de ancho, lleno de una suspensión donde se sumerge un encéfalo humano. Los órganos envueltos en la luz azulada adquieren una coloración desagradablemente blanquecina, como si fueran alguna suerte de organismo alienígena conservado en formol y aquello fuera alguna cámara de museo del horror.


De súbito el cuerpo del policía comienza a convulsionar, chapotea dentro de su pila de agua, de la comisura de los labios empieza a surgir un espumarajo blanco. Orgaz teclea una orden y un brazo robótico se despliega desde un compartimento del techo, va armado con una jeringuilla y una agua, con la pericia propia de una máquina, hinca la aguja hipodérmica en el brazo izquierdo del hombre y las convulsiones se calman automáticamente. En ese mismo instante los ojos cerrados se le abren de par en par, como si despertara de una pesadilla aterradora. El color azul ha desaparecido ahora vuelven a tener el color topacio que siempre tuvieron. La boca se le abre al máximo de su capacidad física y emite un grito de terror que helaría el mismo infierno. El brazo robótico que se retiró después de inocular el contenido de la jeringuilla vuelve a salir de su escondite con otro vial cargado y con la misma precisión vuelve a acertar en el brazo. Esta vez la droga hace que el hombre se suma fulminantemente en una vigilia comatosa.

En la consola del doctor un mensaje le informa que la transferencia se ha realizado con éxito. Respira aliviado, teclea una orden final y abandona la sala sin prestar atención a la pila ni a su contenido.

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El Mercedes negro avanza por un carril de tierra que discurre por en medio de una arbolada a 70 kilómetros del Buen Pastor. Del carenado trasero cuelga una especie de rastrillo, que se ha colocado nada más abandonar el asfalto. Es un camino escondido, por donde sería muy improbable cruzaste con nadie y mucho menos a una hora tan entrada en la tarde. El camino es sinuoso, el avance es muy lento. Después de adentrarse varios kilómetros en el bosque llegan a un claro. El coche se detiene y de él salen cara de perro y cara de pájaro. Entre los dos sacan el cuerpo drogado de Pepín. Y lo cargan hasta dejarlo tumbado en medio de la explanada de tierra. Cara de perro vuelve al coche y del maletero saca una garrafa. Rocía el cuerpo de Pepín, que parece despertar al recibir el chorro de combustible. Rapaz se hurga en el bolsillo interior de la chaqueta y hace aparecer una caja de fósforos. Enciende uno y lo arroja sobre el aún atolondrado policía, que se inflama y pasa a ser una bola fuego, comienza a retorcerse y a emitir unos gemidos que aumentan hasta convertirse en un grito desgarrador. Montan en el coche e inician el camino de regreso. Antes de volver al asfalto desmontan el artilugio, que han ido arrastrando todo el camino, y que tan eficazmente ha ido borrado las rodaduras de los neumáticos coche.



Continuará... 

RIADA#1 
RIADA #5 

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