domingo, 19 de noviembre de 2017

RIADA #7










3:00 A.M. Los segmentos rojos que formaban los números del radio despertador refulgían en la oscuridad del dormitorio. Los había estado viendo cambiar, combinarse para formar los dígitos, que informaban de la hora desde la que se acostó y de eso hacía cuatro horas, a las once y media. Había intentado buscar una posición para no tener que mirarlos pero no la encontró. La única postura en la que se encontraba a gusto era tumbado de lado izquierdo y en esa posición el despertador le quedaba a un palmo de la cara. También intentó girarlo, hacer que los números rojos mirarán para la pared, pero ver su reflejo rojizo en ella era casi peor. Lo de cerrar lo ojos y dormir ya era una utopía. Arturo se dio por vencido y decidió levantarse. Iría a la cocina a prepararse algo, un Colacao caliente estaría bien, aunque lo que en realidad le apetecía era un whisky. Sí, eso estaría mucho mejor, un vaso de leche está bien para conciliar el sueño, pero el whisky era mucho más efectivo para espantar a aquello que no le dejaba dormir. La imagen de aquel vagabundo y la de la foto de aquella chica muerta.

Abrió la puerta del mueble del salón, donde guardaba una botella de Johnnie Walker etiqueta negra. No solía beber pero cuando lo hacía le gustaba tomar algo decente. No tuvo que encender las luces. Sabía perfectamente dónde estaba cada cosa, era su casa y se la conocía de memoria. La tomó por el cuello y se dirigió a la cocina.

Aquí sí usó el codo para pulsar el interruptor y dar la luz. Las lámparas del techo parpadearon un par de veces antes de iluminar la cocina. Dejó la botella sobre la encimera y sacó una taza del platero. Era una taza blanca,grande, con el logo verde de una cadena de cafeterías de donde la robó. Sí, él era policía pero le pareció justo llevársela después de pagar casi 3 euros por el café ramplón que le sirvieron en ella. La dejó junto a la botella y se dirigió a la nevera. Abrió el congelador y rebuscó entre las bolsas de verduras congeladas, hasta que encontró una de hielos de donde sacó un par de cubos grandes como pelotas de golf y los echó en la taza. El licor del color de un té muy concentrado se derramó haciendo crujir los pedazos de agua congelada. No se detuvo hasta que el primer hielo no quedó cubierto.

El whisky escocés bajó al estómago, que recibió con agrado su calor. Casi había apurado la taza del primer sorbo, así que volvió a verter más licor hasta cubrir de nuevo el primer coscorro de hielo. Automáticamente su sistema circulatorio recibió una orden y las arterias y venas aumentaron su calibre, aliviando la presión sanguínea. Parecía que el whisky iba a cumplir su misión. El reflejo de un bostezo le hizo abrir la boca y una lágrima se le escapó por el rabillo del ojo izquierdo.

Volvió a dar otro sorbo y en la taza solo quedaron los hielos brillantes que apenas si habían empezado a derretirse. Antes de abandonar la cocina echó una ojeada por la ventana. La calle estaba tan solitaria como esperaba. La luz de vapor de mercurio le daba un aspecto de foto antigua a la estampa. Excepto por algo que llamó su atención. Había una figura oscura debajo de una de las farolas del otro lado de la carretera. Desde la altura de un sexto piso no se apreciaba claramente. Aguzó la vista. Ya no hubo lugar a dudas. Era Luis, el vagabundo, estaba sentado en el bordillo de la acera y lo estaba mirando directamente a él. Le apuntaba con sus ojos igual que si fueran los cañones de una escopeta paralela. Sentía como esos ojos le escrutaban, como le acusaban, y como le suplicaban ayuda al mismo tiempo.

Se apartó de la ventana en una reacción estúpidamente infantil de “no me ha visto” a sabiendas de que sí, sí lo había visto igual que él también lo vio. Qué hacía allí aquel demente, cómo sabía dónde vivía?. Un momento, él era policía, estaba acostumbrado a trabajar bajo presión, qué hacía escondiéndose de un pordiosero como un conejo asustado?. Ahora bajaría y hablaría con él. Sí y si no desaparecía dejaría de ser tan benévolo, dejaría de hacer la vista gorda.

Volvió a asomarse a la ventana preparado para afrontar la mirada obsesiva del vagabundo. Allí no había nadie. Debajo, de aquella farola en realidad no podía haber habido nadie porque lo que había era una moto amarrada a la farola, una scooter enfundada en una lona oscura. Sonrió y aunque no quiso reconocerlo, suspiró aliviado. La vista, su imaginación y el insomnio se habían aliado para gastarle una broma, eso, nada más.

Miró la botella y volvió a rellenar la taza, esta vez más generosamente.

Aquel hombre con su desesperanza le había calado. Bebió otro trago de Johnnie Walker y abandonó la taza a medio apurar para volver la cama. Por el pasillo decidió que antes de acostarse pasaría por el baño, de repente le había entrado una acuciantes ganas de ir al baño.

Decidió sentarse para orinar, lo hacía en ocasiones, un poco por pereza y un poco por asegurar, que ninguna gota de orina iría a parar fuera de donde debía. Hasta el próximo descanso no tenía previsto limpiar y si se meaba fuera, eso empezaría a heder en poco. Además aunque no hubiera pegado ojo estaba atolondrado y el alcohol que había tomado tampoco era una ayuda.

Cuando acabó fue al lavabo, abrió el grifo y lo dejó correr unos segundos. Formó un cuenco con las manos y dejó que el agua helada lo llenará. Se mojó la cara. El frío húmedo lo despabiló. Era agradable sentirla resbalando por el rostro. Algunas gotas se quedaron atrapadas en la barba de cinco días que llevaba, cuando secara con la toalla estallarían como minas líquidas y volvería a sentir esa especie de pinchazos frescos en la cara que tanto le gustaba.

El espejo del baño le devolvió su imagen. Siempre tuvo cara de niño, y aun con la barba llena de canas sus ojos almendrados, marrones y curiosos seguían dándole un aire casi adolescente. Sólo la incipiente calvicie, que le obligaba a llevar el pelo muy corto y alguna pequeña arruga, que empezaba a plegar su piel advertían que los 40 ya habían quedado atrás.

Se quedó mirándose un instante y entonces como si su otro yo reflejado le hablase la duda volvió a emerger de su conciencia. Y si fuera verdad y si el vagabundo estuviera diciendo la verdad?

No pudo sostenerse más la mirada y se escabulló hacia el dormitorio.

Mañana, hoy, dentro de un rato, tendría que hacer algo. Su intuición, su instinto le decía que debía hacerlo, que algo profundamente oscuro se ocultaba debajo de todo aquello. No pudo encontrar razón alguna y quizás no la tuviera, pero su último pensamiento antes de quedarse profundamente dormido fue un color, azul.



Continuará...

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