sábado, 24 de marzo de 2018

Riada #12



“Seguían abrazados, él le besaba el cuello. El cuerpo de Laura tembló entre sus brazos, por un momento lo sintió frío. Intentó separarse de ella, ¿qué pasaba?. Estaba rígida, agarrotada, sus uñas se clavaron en el cuello cuando intentó alejarse, notó el dolor de las diez hincándose en la carne.

Por un momento todo volvió a tener sentido, desgraciadamente lo hizo, ahora el que temblaba era él. Empujó el cuerpo de su mujer, tenía que separarse de ella, sintió asco y terror al tiempo. ¡Dios mío, no podía ser, no podía ser!.

Lo consiguió a duras penas, la cara de Laura quedó frente a la suya, a poco más de un palmo. Los ojos le brillaban en azul, como si en vez de ojos tuviera dos zafiros incandescentes que le apuntaran, azules, profundamente e insanamente azules. No podía seguir mirándolos, era mirar a la mismísima Locura. No, esos ojos no eran los de su mujer, él lo sabía bien; él los había visto antes, en otro lugar, en otro rostro.

Todo era verdad, lo que aquel demonio le había contado era verdad, lo que él había vivido era verdad, no lo había soñado y ahora también estaba dentro de su mujer. Le habían vuelto a engañar. El pánico hizo presa él. La empujó en un acto más reflejo que voluntario, producto del terror. El cuerpo de Laura no se resistió, estaba vacío, igual que una cáscara, ausente, como si fuera un autómata que se hubiera quedado sin baterías. No intentó defenderse, no usó los brazos para protegerse en la caída, simplemente cayó como un árbol que recibe un último hachazo, como un peso muerto. Una de las argollas de la cortina de baño saltó por los aires, no pudo sujetar el peso de la mujer al caer, como tampoco las cervicales pudieron resistir el impacto contra el bidet.”

-¡Noooo!

Abrió los ojos, el corazón le golpeaba en el pecho como un loco que no lo es, golpea la puerta de su celda acolchada, gritando, asegurando su cordura. Otra vez aquella pesadilla. Otra vez, una de sus pesadillas favoritas. Esas que le perseguían desde siempre, pues ya no podía recordar nada antes de aquello, antes del Azul.

Muchas noches empujaba el cuerpo de lo que alguna vez fue su esposa y podía oír el crujir de las vértebras contra la porcelana del bidet, igual que el de unas nueces al cascarse. Otras soñaba con Paula y entonces era aún peor.

Cuando despertaba es cuando hubiera preferido seguir soñando, porque bien sabía que no eran exactamente unas pesadillas. No, no eran un mala pasada de su subconsciente jugando con sus miedos mientras dormía. No, aquello eran recuerdos, unos tan vívidos que le mantenían en una vigilia esquizoide y luego en un descanso imposible. Con el tiempo y la medicación consiguió al menos, mientras estaba despierto, apartarlos de su mente y entonces le dijeron que estaba curado. ¿Curado? Hay heridas que no se curan. Él tenía un cáncer en el alma y esos no se curan. Sólo se adormecen hasta que llega la noche. En esos momentos su psique cancerígena era libre de torturarlo todo lo que quisiera y ese era un buen motivo para temer dormir.

Volvió a arrebujarse entre los cartones que componían su lecho. Se colocó del lado derecho para evitar que la claridad de una farola le diera directamente en los ojos. Aquel soportal era un buen lugar para pasar la noche y sería perfecto si no fuera por aquella farola, por eso estaba libre. Ningún otro mendigo lo había reclamado y no tuvo que pelear por él. A él le gustaba “dormir” con luz, como un niño que necesita la lamparita de la mesita de noche.

Pero tampoco estaba cómodo. Tenía una extraña sensación que le hacía hormiguear la nuca, como si alguien lo estuviera observando. Un indigente está inmunizado contra esas miradas curiosas de transeúntes, esa especie de mezcla de lástima, curiosidad y asco. Aquello era distinto, no se trataba de soportar el peso de unos ojos anónimos. Aquella sensación era conocida para él, pero no, no podía ser, o sí….sí que podía ser, de hecho debería haber estado preparado para ella. Él había pateado el avispero. No podía seguir siendo tan inocente, tan cobarde, delegar toda la responsabilidad en manos de un extraño. Era su responsabilidad, siempre lo había sido y una vez más no daba la talla. Permanecía escondido en su cubil de cartón a la espera de otros averiguaran qué ocurrió con su hija, esa misma muchacha que ahora yacía muerta en un depósito de cadáveres por su culpa.

El miedo antiguo había dejado de husmearlo y comenzaba a rajar a realizar pequeños, precisos y dolorosos cortes igual que un sádico que se deleita con el sufrimiento de su víctima. Rompió a temblar, el esfínter de la vejiga se relajó mojándolo. Sintió primero el calor del orín y acto seguido el frío húmedo de la vergüenza y el pánico pegándose a su piel

- Buenas noches don Luis. Me alegra volver a verle.

Se despertó de súbito, igual que en el sueño pero esta vez de verdad. La luz de la farola se derramaba sobre su lecho de cartones revueltos y manchados de orines. ¿Había sido un sueño? No podía asegurarlo. Era, había sido tan real. Se miró y sintió asco y vergüenza de sí mismo. Era un cobarde que se había meado encima. ¡Dios! aquello había vuelto a comenzar. Set lo había encontrado y esta vez no tendría tanta suerte.

Tenía que advertir al policía. Aquel sueño o lo que hubiera sido solo podía significar una cosa. Ahora estaban bajo la mirada de aquel monstruo. Y Arturo no podía hacerse ni siquiera una pequeña idea de lo que Set podía hacer. 

Continuará...

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